Hoy se cumplen treinta y cinco años de la Proclamación de Don Juan Carlos I como Rey de España, un aniversario que debería dar lugar a muchas celebraciones y a exposiciones sobre la evolución del Reino de España en estos siete lustros de historia.
Todos sabemos que el actual titular de la Corona de España llegó a ocupar el Trono por las complicadas maniobras del régimen franquista de asegurar una transición pacífica a un nuevo orden democrático, que el mismo General Franco consideró ineludible, aunque no cabía en su propia mentalidad política, y de enlazar el nuevo orden político en España con la legitimidad histórica de la Monarquía aún saltándose lo más importante en toda sucesión legítima al trono, ya que el titular verdadero de los derechos dinásticos y, por tanto, históricos fue Su Alteza Real Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, quien heredó la sucesión al trono de su augusto padre Don Alfonso XIII tras la renuncia primero del primogénito Don Alfonso y del segundo en la línea de sucesión, Don Jaime, por incapacidad para ejercer como príncipe heredero y eventual rey.
La situación en 1975 era lo bastante complicada como para replantear, tras la muerte del dictador, el aceso al trono previa renuncia por parte de Don Juan Carlos I a favor de su augusto padre. Los apoyos por parte del régimen franquista, que ostentaba el poder en España en aquel momento y que sólo aceptaba la sucesión en la jefatura del estado por haber sido una decisión del General Franco en 1969, eran muy precarios. Don Juan, por su parte, había reunido a su alrededor la oposición al franquismo en el exilio y defendía un restablecimiento de la democracia en contra de los criterios de Franco, lo que supuso para él ser excluido de la sucesión pudiendo sólo asegurar que su hijo Don Juan Carlos fuera formado en España para ser el sucesor definitivo de Franco, después de que el general jugara con la posibilidad de recurrir al Duque de Cádiz como alternativa a la línea de Don Juan.
Sea como fuere, en 1975 había que aceptar lo decidido por el que fuera jefe de estado y dictador durante cuarenta años con tal de salvar la Monarquía -restaurada ya nominalmente en 1947 bajo la regencia de Franco- y la transisicón pacífica, de modo que Don Juan Carlos I fue la solución de consenso de toda la clase política.
El resultado fue una época de cambios políticos ilusionante y bastante ordenada, dirigida por Adolfo Suárez, seguramente el hombre que en aquel momento supo hacer lo más correcto o adecuado y asegurar la cooperación de todos los grupos políticos relevantes, aunque hoy en día se ve con más claridad que también cometió muchos errores. Pero a posteriori siempre es fácil criticar lo que en su día se consideraba un gran logro, y tampoco dependía todo de una sola persona, sino de muchos factores e intereses contrapuestos.
Quizás lo más criticable desde el punto de vista monárquico es que el Rey cediera en exceso prerrogativas que debería haber reservado, si no a la Corona, sí al menos a instituciones independientes para asegurar que los límites entre los poderes del estado no fueran transgredidas y que la Corona pudiese en todo momento velar por el máximo respeto a dicha separación de poderes. Porque hoy en día es un hecho que la separación de poderes no existe, precisamente porque la Constitución carece de mecanismos que la aseguran.
La Constitución en sí misma es resultado del consenso entre los más diversos grupos de interés y se elaboró con esta dificultad con la mejor de las intenciones. Pero querer complacer a todos conlleva los defectos intrínsecos de la misma. No vale con copiar modelos constitucionales de otros países, como la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania y su sistema de estados federados convertido en España en él de comunidades autónomas, ambos técnicamente muy similares, pero de hecho muy defectuoso de partida por el concepto de la asimetría entre ellas, algo que no ocurre con los estados federados alemanes. La concesión excesiva a los intereses regionalistas en España llevó a lo que hoy destaca como principal fallo del sistema autonómico: un sistema pseudofederal con demasiadas autonomías, descoordinación legislativa, exceso de competencias autonómicas que prevalecen sobre las del estado, coste desproporcionado de las administraciones autonómicas y despilfarro por una mentalidad irresponsable de la clase política española anclada en el siglo XIX y alejada del ciudadano que tiene que pagar los excesos de sus gobernantes.
Los treinta y cinco años de Monarquía Parlamentaria y Constitucional deberían ser la culminación de la democracia consolidada, una mentalidad democráctica, plural y respetuosa con todos, una sociedad cosmopolita, moderna y orgullosa de las particularidades regionales sin caer en el extremismo nacionalista, es decir, lo suficientemente racional y responsable para no permitir atropellos de la libertad individual por el fanatismo de políticos provincianos encerrados en un nacionalismo regionalista irreal, surrealista y peligroso para la convivencia pacífica de los ciudadanos españoles.
La democracia española y su régimen constitucional sufren hoy el mismo deterioro que la salud de Su Majestad el Rey, que en vísperas del trigésimo quinto aniversario de su proclamación no ha tenido reparos a la hora de recompensar la ineptitud de ministros que nada han hecho por el país concediéndoles altas distinciones de la Monarquía, debido a que cumple "órdenes" el presidente del gobierno y a que ni siquiera en esta materia reservó en su día alguna discrecionalidad a la Corona. Premiar la ineptitud de ministros con una gestión desastrosa es un acto poco enaltecedor del papel de la Corona en un país donde todo el poder parece estar en manos de un ejecutivo que no muestra ni el más mínimo respeto a la separación de poderes. El Rey no es responsable de actos que le impone el régimen constitucional, pero aún así es moralmente responsable por haber manifestado Su Real Aprecio a personas que nada han contribuido a la prosperidad del Reino de España.
Si los primeros lustros de la democracia que trajo Su Majestad el Rey a España fueron años de ilusión y de renovación, los últimos siete años han sido los de un deterioro sin precedentes de un régimen democrático, con una fuerza centrífuga cada vez más pronunciada, de una pérdida de garantías constitucionales, con opresión totalitaria de partes de la población en función de su lengua vehicular -que no es otra que la lengua oficial de todo el Reino de España- unida a todo tipo de vejaciones y limitaciones que su persecución supone, así como de un deterioro económico en todo el país y una política exterior nefasta como consecuencia -ante todo- de una gestión política irresponsable y la falta de voluntad de ver la realidad como es y no como algunos quieren que fuera, siendo, al parecer, más importante dedicarse a cuestiones ideológicas irrelevantes para poner a la sociedad patas arriba sin solucionar problemas reales como el desempleo y sin garantizar una convivencia pacífica en el respeto a una historia común que no cambiará por mucho que se intente manipular.
Este trigésimo quinto aniversario de la proclamación es, por ende, un motivo de preocupación más que un momento de alegría, ya que la aparente falta de preocupación de la Corona por el orden constitucional y político no favorece en absoluto la adhesión ciudadana a la forma de estado, porque especialmente en momentos de crisis lo que cuenta son los hechos, no los entramados legales que el ciudadano a pie no entiende.
Sea esta conmemoración a la vez una llamada a Su Majestad el Rey de preocuparse más por su pueblo para que su mensaje sea claro, decidido e independiente del ejecutivo a la hora de velar por el sentido de la responsabilidad de sus gobernantes.
¡Viva el Rey!
¡Viva la Monarquía!
¡Viva España!
1 comentario:
Me ha gustado mucha la entrada. Como dijo Paco Umbral en el 23F. "Cuando España pensaba que merecía algo más que un rey, resultó que teníamos un Rey que no nos lo merecíamos"
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