22 abril 2012

En abril, mentiras mil

Nunca se ha visto semejante revuelo por un viaje de Su Majestad el Rey de España. Nunca.

Resulta que Su Majestad el Rey se va de viaje privado a un país africano y se rompe un hueso de la cadera. 

Resulta que dicho accidente tiene lugar en el marco de un safari al que Su Majestad fue invitado.

Resulta que el tal accidente se produce, por pura casualidad, en la misma fecha que el nieto mayor de Su Majestad el Rey se pega un tiro en el pie con una escopeta de caza de su padre, el ex consorte de S.A.R. Doña Elena.

-lo que dice mucho del sentido de responsabilidad del ex consorte de la Infanta-

Resulta que el accidente de Su Majestad el Rey se conoce y que levanta sospechas.

¿Por qué Su Majestad el Rey viajó a Botsuana?

¡Anda! ¡Si fue para hacer un safari! 

¡Qué se habrá creído el Rey! ¡Un safari!

Y empieza a levantarse la polvoreda. Republicanos feroces arman la de San Quintín aprovechando que ha llegado su hora para arremeter contra el Monarca. 

¡Qué osadía, el Rey se ha ido a cazar elefantes! 

¡Toma ya!

¡ELEFANTES!

¡Qué crueldad! 

¡Viva la república!

A por las guillotinas, a por las guillotinas.

¡Pobres animalicos!

Resulta que en Botsuana (y en otras partes de África) no sólo sobran negros, también sobran ¡ELEFANTES!

La superpoblación de elefantes, como explicó el WWF de Alemania, necesita ser combatida, de forma controlada.

Y van y montan un gran debate en telecinco. ¡Vaya mierda de debate!

Ni debate ni ná. Con los contertulios de siempre: La feroz republicana ciudadana Rahola, otro pavo que no hacía más que interrumpir, y la María Antonia, casi la más sensata dentro de la insensatez.

Y por el lado de la derecha, tres mamonazos que nada aportaron, interrumpidos por las dos republicanas y el otro.

El Jordi, de poca capacidad moderadora, ni se inmutó.

¿Un debate republicano? Pozí. Porque los tres peleles de la derecha, tan indocumentados como los tres peleles de la izquierda rebublicana feroz, no dieron palo al agua.

Y bueno: El Jordi había invitado a dos monárquicos. Sería para humillarles. Sería para tomar el pelo a la ciudadanía. Pues no hablaron. Gracias a la Rahola y gracias a la ineptitud de Jordi.

¡Vaya mierda de Telecinco! Telecinquillo. Telemierda. ¡Qué programa más inútil y más manipulado. Una vergüenza. 

Telecinco nunca más. 

¡Abajo la república!

¡VIVA EL REY!

(la emboscada nunca antes era tan evidente)

¡Ánimos, Majestad! A estos mandangas hay que vencerles. Nobleza obliga. Vileza merece castigo.

¿Telequé?






15 abril 2012

Tom Burns: La Monarquía necesaria

La monarquía española como problema

por Pedro Carlos González Cuevas


En torno al libro de Tom Burns Marañón, La Monarquía necesaria. Pasado, presente y futuro de la Corona en España, Planeta, Barcelona 2007


E
scritor, periodista, nieto del gran humanista Gregorio Marañón, Tom Burns Marañón intenta, en esta obra, dilucidar el tema, hoy de actualidad, del porvenir de la Monarquía española. El autor se autodefine como «monárquico hasta el tuétano». A su modo de ver, los republicanos son víctimas de «un lírico y arcaico idealismo rousseauniano (sic), que tiene mucho que ver con la melancolía y el sentimentalismo y que se visten con modernos y correctos ropajes de ilustrada racionalidad». Siguiendo a Walter Bagehot, considera que la Monarquía es «la forma de poder inteligible para la gran masa». Y en España sigue siendo «necesaria»; y ello por cuatro razones. En primer lugar, porque la considera «consustancial a la personalidad de España». En segundo, porque frente «a los experimentos con regímenes republicanos ha demostrado tener un extraordinario uso como garante de la concordia, estabilidad, progreso y bienestar». En tercero, porque es «comparativamente barata y porque la Corona presta una gran eficacia y un alto valor añadido a la representación de España». Y, en cuarto, porque «por mucho que reviente los esquemas racionalistas del republicanismo renovado y también a los hooligans, el «gran teatro» que encarna la institución, con el misterio y la magia que aún retiene, «gusta» a la gente, reconforta y alienta».


«La sociedad contemporánea no es descreída. Al contrario, cree cada vez más en más cosas disparatadas. Necesita creer y necesita «magia», como sabe de sobra todo antropólogo y como descubrieron muchos escépticos cuando, por ejemplo, murió lady Di, la exprincesa de Gales. Quien tuvo, retuvo, y la Monarquía, al igual que la Iglesia, retiene suficiente «magia» para satisfacer al común mortal. En esto es necesaria.»

Actualmente, la Monarquía ha de ser, dice el autor, «constitucional». El modelo es Inglaterra. Su único y exclusivo papel es «reinar», no gobernar; se encuentra «por encima de los gobiernos de turno y su función no tiene nada que ver con el desarrollo de determinadas políticas concretas»;
es una institución «apolítica», «imparcial», que «modera en el quehacer nacional solamente de acuerdo con la más rigurosa imparcialidad y el más estricto cumplimiento de los preceptos constitucionales». A juicio de Burns, la Corona española puede «perfectamente mirarse en el espejo del Reino Unido, pues solamente ellas comparten una semejante tradición en el tiempo». Y señala:
«En la historia contemporánea de España, las horas bajas de la institución se debieron a «errores humanos», por decirlo de alguna manera, en tiempos sin duda difíciles y complejos. Los errores cometidos por dos Monarcas, Isabel II y su nieto Alfonso XIII ensombrecieron el XIX y el XX hispanos.»

E
l autor valora muy positivamente la Restauración canovista de 1874, que «recuperó la legitimidad de la dinastía Borbón y, también, al incorporar la arquitectura democrática de la I República, asumió la legitimidad del régimen al que sustituyó». Considera que, a pesar del caciquismo, el régimen de la Restauración «no fue muy distinto al sistema político existente en la Inglaterra de 1876 y fue incluso más democráticamente «abierto» que, por ejemplo, el alemán y el italiano»; que fue capaz de supervisar «una auténtica revolución industrial y urbanística», y que «supo mantenerse al margen de las rivalidades continentales e imperiales que desembocaron en la Gran Guerra del 14».
Esta idílica situación se vió alterada por Alfonso XIII, cuyo reinado estuvo marcado por «una creciente intromisión en la política que, siendo constitucional según las prerrogativas reales incluidas en la Carta Magna de 1876, excedía lo que era políticamente aceptable». Su máximo error fue legitimar el golpe de Estado protagonizado por el general Primo de Rivera, cuya consecuencia más grave fue el advenimiento de la II República. El autor cree que la Dictadura fue producto de la influencia de «los palaciegos del Tiro de Pichón y de los militares con mando en plaza». Burns juzga muy negativamente la actuación de los monárquicos durante la II República, basada «en el olvido y el desprecio más absoluto a toda memoria de una Monarquía parlamentaria creada por la Constitución de 1876». Tanto alfonsinos como juanistas estuvieron «igualmente fascinados por los totalitarismos de aquella desgraciada década». La influencia de Acción Española en Don Juan de Borbón y sus partidarios fue, en ese sentido, muy negativa. Su apoyo a la sublevación del 18 de julio de 1936 y a Franco fue total, tanto por parte de Alfonso XIII como de su heredero.
En contraste, Burns alaba al conde de Romanones por «sus profundas convicciones democráticas» y por sus críticas al tradicionalismo de que hacía gala Don Juan. Sin embargo, destaca el contenido «constitucional, democrático, parlamentario y liberal», de su Manifiesto de Lausana, luego desmentido por el tradicionalismo propugnado en las llamadas Bases de Estoril, donde «brilló por su ausencia el más mínimo atisbo demoliberal». En realidad, el heredero al trono tan sólo deseaba «reemplazar a Franco». Frente a su padre, Juan Carlos entendió, desde el principio, que su labor consistía en conseguir el retorno de la Monarquía «necesaria», es decir, constitucional y parlamentaria, «por un camino que no le hiciese romper con la herencia que recibía de Franco». Asesorado por constitucionalistas como Carlos Ollero, Torcuato Fernández Miranda y Jorge de Esteban, el Príncipe llegó a la conclusión de que «las Leyes Fundamentales no eran inmutables». De esta forma, Juan Carlos sería «el hombre preciso que, en el momento preciso, estaba en el lugar preciso para pilotar esa transición».

Como es de rigor en este tipo de libros, el autor enfatiza el papel del monarca el 23 de febrero de 1981, si bien señala que los mandos militares le obedecieron por ser heredero de Franco. Burns alaba a Santiago Carrillo por su pragmatismo político, a la hora de aceptar la Monarquía; y es muy crítico con el PSOE, mucho más reticente, porque Felipe González «siempre pensó que la llave de la Transición la tenían los socialistas y por lo tanto ellos marcarían sus propios tiempos en la cuestión de la Monarquía o República». Con todo, finalmente Juan Carlos I «se apoyó en la continuidad en el poder de Felipe González y del Partido Socialista». «Don Juan Carlos fue siempre –señala el autor– informado, escuchó a su presidente del Gobierno y fue a su vez escuchado, alentó y estimuló y advirtió». Su balance es, pues, muy positivo: «El bis de la Restauración encarnada por Juan Carlos fue especialmente logrado y exitoso. La experiencia histórica sugiere que la Monarquía constitucional puede muy bien ser necesaria».

A pesar de ello, el autor no se muestra excesivamente optimista respecto a la continuidad de la institución. A su entender, existen muchos «juancarlistas» y muy pocos monárquicos. En España, el monarquismo neto es de «bajo calado». Y se perciben «grietas» en el edificio de la Monarquía, por varias razones. En primer lugar, por la percepción popular de la Corona como «un centro de poder alternativo»; lo que resulta sumamente peligroso para la institución, porque implica un total desconocimiento de los mecanismos de la Monarquía constitucional. Ello se puso de manifiesto durante la guerra de Irak cuando la izquierda denunció los «silencios del Rey». Y es que la Corona «no dijo nada porque no puede ni debe decir nada».
Más grave resulta el peligro de «balcanización» de España, que el autor contempla como «el reto máximo al cual se enfrenta la Nación y lo es, lógicamente, para la Monarquía que personifica y representa la Nación». Ante la tendencia claramente secesionista dominante en Cataluña y en el País Vasco, el autor cita un párrafo de la obra de Juan de Mariana, Dignidad real: «Cada nacionalidad tiene su manera de enjuiciar las cosas, y cuando el príncipe no puede modificar ese sentir debe acomodarse a él, pues de otro modo podría enajenarse el ánimo de muchos y turbar la paz del reino».
Cita igualmente a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, a la hora de plantear la unidad nacional dentro de la «politerritorial» España. En ese sentido, cree que el problema nacional ofrece la ocasión para que la Monarquía se muestre «más necesaria que nunca». Sin embargo, Burns estima que el nacionalismo «casa mal con un mundo interdependiente, interconectado y globalizado». Sin demasiado convencimiento, propone algunos gestos por parte del monarca y su heredero: «trasladarse unos días cada mes al palacio de Pedralbes en Barcelona y desde ahí cumplir con sus funciones de representatividad para todo el país y recibir ahí a visitas de jefes de Estado extranjeros». Don Felipe podría ostentar los títulos de Príncipe de Gerona, conde de Cervera y señor de Balaguer. No obstante, Burns cree que, bajo la hegemonía del nacionalismo catalán, es «la República y la Independencia» el objetivo a conseguir; y que lo mismo ocurre en el País Vasco. «Nadie se imagina a Don Juan Carlos, a los más de treinta años de su reinado-señala el autor-, jurando las Viejas Leyes como Señor de Vizcaya a la sombra del árbol de Guernica. Todo indica que el nacionalismo vasco ya «pasa» de la Corona al igual que la Esquerra». Sin embargo, cree que el heredero al Trono debería recibir «clases intensivas» de catalán, euskera y gallego, además de castellano.

* * *

D
esde el momento en que se alza la voz del «eterno no» –das Ewige Nein, de que habló Goethe–, en que surge alguien que pregunta «para qué sirve eso», la tradición pierde su espontaneidad, se separa de las profundidades creadoras del inconsciente popular y empieza a atrofiarse. Más aún: el simple hecho de que pueda formularse semejante pregunta es ya señal de que se trata de algo que ha dejado de darse por supuesto. Y cuanto más se empeñan los defensores de una tradición en justificarla, más la despojan de la fuerza interior que la procedía de su carácter instintivo, espontáneo. Eso es lo que está hoy sucediendo con la institución monárquica. Y con el agravante de que en España la tradición monárquica quedó, más que interrumpida, quebrada por la abdicación de Alfonso XIII en abril de 1931.
En realidad, Juan Carlos I se pudo presentar como Rey de España porque su antecesor en la Jefatura del Estado, en virtud de su «suprema potestad», así lo había dispuesto. Desde la muerte de Franco y, sobre todo, desde la aprobación del texto constitucional de 1978 y de la intervención del monarca en los sucesos de febrero de 1981, la Corona vivió a resguardo de la crítica. Tanto es así que Luis García Montero ha podido decir con toda razón: «El prestigio de Juan Carlos, aparte de sus aciertos, se debe también a unos medios de comunicación absolutamente entregados a la edificación de su simbología».
Si hubo, y aún hay, una ideología proscrita en la sociedad española es el republicanismo, en sus diversas variantes. En las elecciones de junio de 1977 se podía elegir, al menos en teoría, entre listas de los más diferentes colores, desde la derecha a la izquierda; la única que faltó fue aquella que de alguna forma se declaraba republicana. El nuevo régimen quiso, desde sus inicios, borrar cualquier recuerdo de la experiencia histórica de la II República. Significativo fue, en ese sentido, el regreso de los restos mortales de Alfonso XIII, precisamente al puerto de Cartagena, de donde salió para el exilio, tras la proclamación de la República. Aquella ceremonia, celebrada en 1980, pretendía borrar las discontinuidades históricas provocadas por la caída de la Monarquía. El republicano se convirtió en la España de Juan Carlos I, en un exiliado interior. En esa España se puede poner en duda la unidad nacional, no la forma de Estado. Resulta así por completo lógico que en 1998 el periodista Ramón Serrano intentara publicar un libro de entrevistas titulado 100 republicanos y el Rey; pero sólo pudiera contar con 89, tras la deserción de no pocos de los convocados.
Sin embargo, poco a poco, las cosas han comenzado a cambiar. El año 2007 pasará, sin duda, a la historia por ser el momento en que, por vez primera, la institución monárquica y, sobre todo, la figura del Rey se han visto sometidas a una serie sostenida de críticas cuya difusión mediática e impacto político hubiera sido impensable hace poco. La dinámica inagurada por la portada del semanario humorístico El Jueves continuó con las manifestaciones del senador peneuvista Anasagasti, y alcanzó su punto de inflexión en la quema de fotografías del monarca, iniciada en Gerona por el independentismo radical y que se extendió a otros municipios catalanes y andaluces. A ello se unieron las peticiones de abdicación por parte de un sector de la derecha representado por el periodista y líder mediático Federico Jiménez Losantos. Para este sector, el monarca había sido incapaz de cumplir con ninguna de sus funciones de arbitraje, apareciendo como un mero espectador impotente y frívolo ante la escalada de tensiones políticas y territoriales, en particular el Estatuto de Cataluña y las negociaciones con ETA, que estaban haciendo crujir los fundamentos del régimen.
La soledad de Rey ante el alud de críticas fue amargamente recogida por los editorialistas del diario monárquico ABC y, cosa nunca vista, el Monarca en persona tuvo que autoreivindicarse en la apertura del curso académico de la Universidad de Oviedo, desencadenando una catarata de declaraciones de apoyo. La crisis venía a mostar que el carisma personal de Juan Carlos I estaba a punto de agotarse, justamente en el peor momento, cuando la institución debe encarar el salto mortal de la sucesión según el principio de legitimidad dinástica. Para contrarrestarlo, el Rey, de acuerdo con un gobierno socialista igualmente necesitado de legitimación patriótica, se dió un baño de multitudes y de españolismo en su primer viaje a Ceuta y Melilla; lo que, según las encuestas, se saldó con un éxito indudable. Sin embargo, no deberíamos olvidar el viaje realizado por Juan Carlos en apoyo al Sahara cuando era Jefe de Estado en funciones y que al poco tiempo se montó la Marcha Verde por parte de Marruecos. Esperemos que en esta ocasión el viaje real no se salde con un fracaso parecido para el prestigio nacional como tuvo aquel. El Monarca debería estar obligado a actuar en beneficio de España y no al revés. Y lo mismo podemos decir de su jaleada salida de tono ante el presidente venezolano Hugo Chávez.
Tal es el contexto en el que se inserta el contenido de la obra de Burns Marañón. Se trata de una apología sin fisuras del Monarca y de la institución que encarna. Sus argumentos en favor de la Monarquía tan sólo pueden convencer a los monárquicos más irreductibles o a los ya convencidos de antemano. La noción de un «poder neutral» desprendido de toda implicación social y política no resiste la menor crítica. Tendría una apariencia de verosimilitud en una sociedad sin graves problemas de integración nacional, lo que no es, por desgracia, el caso español. Más discutible aún resulta, a mi modo de ver, la tesis tradicionalista de la «consustancialidad» de la Monarquía con la extencia de España como nación. Y es que una nación no nace, sino que se hace; no es un realidad natural, sino producto de la voluntad humana; en definitiva, un proyecto. Lo mismo que ha existido una España monárquica podrá existir, en el futuro, una España republicana. Sostener lo contrario sería negar la autonomía de la razón y de la voluntad humanas. Confieso no haber comprendido nunca eso que el autor denomina «magia» o «misterio» de la institución monárquica. En cualquier caso, la función de espectáculo, boato y brillantez puede ser ejercida, como lo demuestran los ejemplos norteamericano y francés, por personas ajenas a la realeza, como los artistas, los líderes mediáticos, o los propios presidentes de la República; ahí está Nicolás Sarkozy, para demostrarlo.
En este aspecto, el autor parece más monárquico que el propio heredero al trono. Y es que el príncipe Felipe ha vulnerado todas las normas que exigían que el heredero contraiga matrimonio con una persona de su rango. En un principio, eligió a una modelo extranjera, Eva Sannum; pero tuvo que ceder ante la presión de los monárquicos más activos y de los medios de comunicación. Sin embargo, logró imponer, al final, su matrimonio con Letizia Ortíz, periodista divorciada, y no persona de estirpe regia. Las consecuencias de dicha decisión son evidentes. Como señaló en su momento el catedrático de Ciencia Política Fernando Vallespín:


«Gran parte de la magia asociada a la institución se pierde a favor de la modernización de sus prácticas. Y esta se manifiesta en la prioridad de que se dota a la libre elección del Príncipe sobre supuestas cualidades objetivas de posibles candidatas. La gran cuestión que se abre es si alguien que estaba destimado a sobrevivir por enraizarse en los intrincados laberintos de la tradición puede hacerse compatible con la modernidad y provocar el subsiguiente desencantamiento del mundo. ¿Puede perdurar una tradición cuando se abandona su cualidad como tal? ¿Hasta qué punto puede afectar la desacralización de algunos de sus elementos a la legitimidad de la institución como un todo?».


Lo mismo ocurre con la separación de la infanta Elena y Jaime de Marichalar. Si los miembros de la Familia Real o sus titulares se comportan, por decirlo coloquialmente, «como todo el mundo», si heredan privilegios y no deberes, si son incapaces de ejercer algún tipo de ejemplaridad moral, ¿donde se encuentra entonces la hipotética «magia» de la realeza? ¿Qué fascinación puede ejercer la Familia Real sobre un mileurista? El tradicionalismo de Burns Marañón puede percibirse igualmente en su avinagrada crítica al republicanismo, que curiosamente, aunque él quizás no lo sepa, recuerda a las campañas antirrománticas y promonárquicas de Charles Maurras, desde L´Action française.
Por otra parte, es preciso destacar que, como señaló hace años el gran constitucionalista alemán Hermann Heller, los argumentos meramente utilitarios colocan al principio monárquico sobre una base muy inestable y peligrosa, ya que reconocen que la institución carece de justificación en sí misma, entregándola a consideraciones relativas de utilidad, que pueden ser determinadas igualmente o mejor por un régimen republicano. Burns hace referencia, por ejemplo, al menor conste económico de la Monarquía. En el momento en que se demostrara lo contrario, el argumento dejaría de ser válido y la institución quedaría deslegitimada. Se dice que el presupuesto de la Casa Real asciende a 9´05 millones de euros al año; pero nadie se cree tal cifra, cuando, por ejemplo, sólo los gastos de Presidencia del Gobierno multiplica por tres esa cantidad. Y se desconoce si el Príncipe percibe una asignación económica independiente. De hecho, lo que parece claro es que el Monarca vive a cargo de multitud de partidas presupuestarias. Los edificios se pagan por un lado; la seguridad, por otro; lo mismo que los desplazamientos. Existen, sin embargo, cuestiones mucho más graves, ¿Por qué el Rey no puede ser juzgado en los tribunales como los demás españoles? ¿Por qué se le declara inviolable y no está sujeto a responsabilidad alguna? ¿Por qué el Rey no tiene que dar cuentas a nadie, ni siquiera al Tribunal de Cuentas, de las asignaciones que recibe de los Presupuestos Generales de Estado, provenientes del dinero de todos los españoles? En una República, por el contrario, no existe «familia presidencial». La hija o el hermano de un Rey es un personaje público, adscritos al Presupuesto del Reino; los familiares de un Presidente de la República son personas privadas. Además, el Presidente de la República está sujeto a la ley común. Su persona no es sagrada. Puede comparecer ante la justicia. ¿Representa mejor a España en el exterior un Monarca que un Presidente de la República? No necesariamente; como ya señalamos, lo hemos visto hace poco tiempo cuando Juan Carlos I espetó al Presidente venezolano el ya célebre «¿Por qué no te callas?». Algo que, desde luego, no favorece al buen funcionamiento de esa especie de comunidad de países iberoamericanos que se intenta consolidar. Que tal gesto haya desatado un alud de comentarios laudatorios significa bien poco; quizás tan sólo una muestra más de nuestra escasa cultura cívica. Todo cambiaría si, en un momento dado, Hugo Chávez acaba tomando represalias contra las empresas españolas en Venezuela o restringe la exportación de petróleo. Muy pocos se atrevieron a cuestionar la actuación del Rey. Una de esas escasas excepciones fue la del agudo periodista Jesús Cacho, quien, desde su tribuna de El Confidencial, dijo: «Lo siento por los millones de españoles que ayer aparecían encantados con la performance real, pero el incidente protagonizado por el Monarca me pareció lamentable, hasta el punto de hacerme sentir algo parecido a la vergüenza ajena (...) Demasido pobre, demasiado chusco. Lo siento de nuevo, pero el Monarca está mayor. Está mayor y se le nota. Está mayor y además lleva demasiado tiempo haciendo de su capa un sayo, y diciendo lo que le viene en gana. Da la impresión de que pasa un poco de todo, y ya no está para los matices» (El Confidencial, 12 noviembre 2007).
No pondremos, pues, a Burns Marañón en la lista de los teóricos de la Monarquía; tampoco en la de los historiadores. Su valoración del régimen de la Restauración resulta tan convencional como ucrónica. En primer lugar, la Restauración nunca se configuró como una Monarquía parlamentaria, sino constitucional; lo que es muy distinto. En la Constitución de 1876, la Monarquía aparecía como la médula misma del Estado español, que representaba una legitimidad por encima de las determinaciones legislativas, ya que se trata de una institución fundamental, anterior y superior a toda norma escrita y que, por lo tanto, debía sustraerse a la decisión de cualquier poder constituyente. El Monarca disfrutaba de amplísimos poderes, dándole atribuciones que, de hecho y sin salirse de la ley, podían convertir el sistema de una auténtica autocracia monárquica. El Rey podía convocar, suspender y cerrar las Cortes; nombrar y separar libremente a los ministros; disponía, además, del mando supremo del Ejército y la Armada. En contraste, el Parlamento se convertía en un adorno político más que en una institución efectiva. El silencio de la Constitución era total con respecto a la posibilidad de responsabilización política del Gobierno ante las Cortes. No existían previsiones de censuras e interpelaciones. Tampoco puede ese régimen considerarse, ni tan siquiera en teoría, democrático, ya que no se reconocía en el texto constitucional la soberanía popular. La soberanía era compartida entre el Rey y las Cortes. Y ello a pesar de que en 1890 se restaurara el sufragio universal masculino, a instancia de los liberales sagastinos. Sin embargo, aquella ampliación del derecho electoral era para el Gobierno un mero sufragio función y no el reconocimiento de un derecho político que implicara la soberanía popular. El resultado de esta realidad institucional fue el predominio político del Monarca. Las apariencias parlamentarias del sistema se vieron favorecidas por la pronta muerte de Alfonso XII. Cánovas y Sagasta pudieron disfrutrar de una relativa autonomía gracias a que la Regente María Cristina era una mujer de origen extranjero y carente de experiencia política. Todo cambió con la llegada al trono de Alfonso XIII, quien, desde el primer momento, exigió ejercer sus prerrogativas.
Tampoco la Restauración puede considerarse el paraíso de las libertades que Burns Marañón nos describe. Las elites del sistema recurrieron permanentemente al estado de excepción y a la suspensión de garantías constitucionales. Según los cálculos del historiador Eduardo González Calleja, a lo largo de la Restauración el conjunto de los ciudadanos tuvo sus derechos básicos en entredicho un total de 14´2 años; y la suspensión parcial de las garantías a escala local, provincial y regional afectó a importantes masas de la población por 11´4 años más. En suma, un 45´6 % de los 56 años de duración del régimen monárquico (un 38´6 % si omitimos la Dictadura de Primo de Rivera) transcurrió con las libertades públicas gravemente limitadas en todo o en parte del territorio nacional. De hecho, el propio Cánovas del Castillo llegó a mostrarse partidario de la dictadura frente a una hipotética amenaza revolucionaria. Así lo sostendría en uno de los capítulos de su obra Problemas Contemporáneos: «...el legítimo ejercicio de la soberanía con frecuencia se esconde al juicio de la mayoría y quizás al de toda la nación. Si surge entonces algún hombre extraordinario que interprete y fielmente ejecute aquello que tal o cual nación necesite, y debiera querer en sus condiciones del momento, es, ha sido y será siempre, un legítimo soberano. Terribles abusos caben en esto, lo sé...; pero lo que aquí se infiere es que se han de excusar a toda costa las revoluciones».
Llama la atención igualmente que el autor admita la comparación entre la Monarquía española y la británica, incluso con la alemana e italiana. Con ello tan solo muestra su ausencia de perspicacia histórica. En realidad, nunca lo fueron; y ello por circunstancias políticas, económicas y culturales. La Monarquía británica pudo liberalizarse de una forma paulatina y eficaz; la española nunca lo consiguió. Y es que el tema tan debatido del caciquismo resultó decisivo. El caciquismo no puede ser considerado únicamente como una corrupación pasajera del régimen de la Restauración, ni un mero producto del apoliticismo de los españoles, a los que el liberalismo hubiera llegado demasiado pronto. Ciertamente, el caciquismo no puede comprenderse sin un análisis global de la realidad social española; forma parte del entramado de una nación como España en que la burocratización de tipo patrimonial caracteriza al dominio de la sociedad por el Estado: la desarticulación y la pasividad de las masas, la centralización gubernamental, la distribución regional de los centros de decisión, el localismo y el abismo entre el régimen legal y el ejercicio cotidiano del poder. El permanente recurso a las prácticas caciquiles formó parte asimismo de una acción deliberada por parte de las elites del sistema con el objetivo de restringir la participación política y sostener el régimen. La persistencia del caciquismo tuvo importantes consecuencias de orden político, social y económico. Así reclutado, el Parlamento era una institución incapaz de servir de plataforma institucional que asegurara la coherencia política y económica del Estado. Intimamente ligado a estas insuficiencias, se encontraba el carácter frágil y, en consecuencia, corrupto de una administración que se disolvía en una intrincada selva de intereses privados y clientelas personales. La debilidad político-administrativa del régimen de la Restauración se tradujo en la imposibilidad de racionalización burocrática y fiscal. La composición oligárquica del Parlamento y la peculiaridad del sistema fiscal, que permitía a los grandes terratenientes influir en el reparto de la carga tributaria correspondiente a cada provincia y a cada municipio, influyeron decisivamente en un distribución brutalmente desigual de la imposición tributaria, centrada fundamentalmente en los que menos tenían. Todo ello hizo que el régimen de la Restauración mostrara, a lo largo de su existencia, unas evidentes limitaciones en el fomento de bienestar social de las clases trabajadoras, y especialmente de los trabajadores agrícolas de la España meridional. Tampoco se produjo bajo la Monarquía constitucional la revolución industrial, que fue posterior a la guerra civil, y tuvo su apogeo durante el régimen de Franco.
Por otra parte, mientras las Monarquía británica se convertía en símbolo visible de la unidad imperial, la española perdía, en 1898, sus últimas colonias americanas, convirtiéndose en símbolo de la decadencia nacional. La Monarquía italiana fue, en parte, fautora de la unidad nacional; y lo mismo ocurrió en el caso de Alemania, que acabó convirtiéndose en una gran potencia mundial, al mismo tiempo que ensayaba la primera experiencia de Estado benefactor. Ambas Monarquías propiciaron políticas cuyo objetivo era lo que el historiador George L. Mosse denominó «nacionalización de las masas»; y fueron mucho menos clericales que la española. Por contra, la unidad nacional española siguió siendo incipiente hasta bien entrado el siglo XIX. La dificultad de construcción de una Monarquía unitaria, primero, y la debilidad que caracterizó al Estado moderno, después, impidieron una unificación real de todo el territorio. De ahí que el nacionalismo español fuese débil y que tuviera que coexistir con identidades de carácter local, propiciadas en ocasiones por la propia debilidad e ineficacia del Estado liberal, caracterizado por Juan Pablo Fusi como de «centralismo legal, pero localismo real». A diferencia de lo sostenido por el autor, España no contró en la Gran Guerra por la perspicacia de sus gobernantes, sino simplemente por su insignificancia a nivel internacional. No obstante, los hombres de la Restauración, y en primer lugar el Monarca, fueron responsables tanto de la impopular guerra de Marruecos como del desastre de Annual. Primo de Rivera fue, al menos, capaz de dar una solución al problema marroquí. La interpretación que dá Burns Marañón de la Dictadura primorriverista como fruto de una conspiración de palaciegos no resiste la crítica histórica. Ningún estudioso serio del primorriverismo –Ben Ami, González Calleja, Gómez Navarro– compartiría esa tesis simplista. De hecho, el único diario que recibió negativamente la noticia del golpe de Estado fue el palatino La Epoca. Primo de Rivera procedía de la nueva aristocracia militar; pero no era gran terrateniente y la inmensa mayoría de los sectores cortesanos y nobiliarios le consideraban un parvenu. Su partido, la Unión Patriótica, no anduvo sobrado de apellidos aristocráticos; los nobles primoriveristas eran de provincias, sin grandes propiedades. Además, la nobleza terrateniente se sintió amenazada en sus intereses por los proyectos y decretos del ministro de Hacienda José Calvo Sotelo, representante entonces de la derecha reformista y de ideales frente a la derecha de intereses; y los duques de Alba, Fernán Núñez, Villahermosa y Medinaceli, así como las asociaciones de propietarios, se movilizaron, con éxito, en su contra. Tampoco fue bien recibida por estos sectores la colaboración de Primo de Rivera y su ministro de Trabajo Eduardo Aunós con la UGT y los socialistas. La oligarquía consideró amenazante el bienintencionado populismo de Primo de Rivera. La caída del Dictador propició el retorno de las viejas elites aristocráticas y, en definitiva, de la derecha de intereses: el conde de Bugallal, el marqués de Alhucemas, el conde de Xauen, el marqués de Hoyos, el duque de Alba, etc, figuraron entre los ministros de los gobiernos postdictatoriales. Con ello, lo que intentamos demostrar es que la Monarquía de Alfonso XIII no sucumbió tan sólo, como suele decirse ahora con un exceso de formalismo jurídico, por su ruptura con el sistema constitucional; algo tuvo que ver igualmente su exclusividad clasista, su inercia, su ineficacia económico-social y su incapacidad para propiciar y asumir el ascenso de los nuevos sectores sociales, como los intelectuales, las clases medias y el proletariado. Como señaló Ramiro de Maeztu, la Monarquía careció de una política social reformista que hubiera podido mostrar a las clases trabajadoras «la inanidad del mito revolucionario».
No me encuentro entre los entusiastas de la II República, todo lo contrario, pero creo que resulta forzoso reconocer que la Monarquía alfonsina dejó una herencia muy negativa al nuevo régimen: una nación desunida y mal articulada, desigualdades sociales explosivas, analfabetismo, etc, etc. Coincido con el autor en su valoración crítica de la derecha monárquica durante la II República; pero creo que es injusto en calificarla de «totalitaria». Los monárquicos alfonsinos y juanistas fueron tradicionalistas y autoritarios, pero no fascistas. Como demostré hace años en mi tesis doctoral sobre Acción Española, su concepción del Estado y de la política tenía muy poco que ver con el totalitarismo. Sus críticas al fascismo y al nacional-socialismo fueron constantes. Acierta igualmente a mi juicio Burns Marañón en sus críticas a la figura de Juan de Borbón, cuya única estrategia política, a lo largo del régimen de Franco, consistió en mojar el dedo índice, levantándolo al viento y, según la dirección de éste, decir: «Por ahí». En ese sentido, las apologías de historiadores tan vulgares como Javier Tusell o José María Toquero carecen de toda relevancia. Lo que resulta, en cambio, un tanto chocante es el autor contemple al conde de Romanones, prototipo del político clientelar durante la Restauración, como guardián de las esencias liberales y aún democráticas de la Monarquía constitucional. Y es que Romanones, pese a sus críticas al tradicionalismo del conde de Barcelona, no dudó en alabar, en sus Notas de una vida, «las admirables páginas de Charles Benoist y de Maurras», criticando acerbamente el desarrollo y la decadencia del parlamentarismo de la Restauración, causante, a su entender, del «proceso que condujo a la Monarquía a su ruina». Además, Romanones se adaptó bastante bien al régimen de Franco: juró como académico del Instituto de España en 1938 y aceptó al año siguiente la presidencia del patronato del Museo del Prado. A su condición de director de la Real Academia de Bellas Artes, unió la de procurador en Cortes. En 1942, ingresó en la Academia de la Historia. Su entierro, en septiembre de 1950, resultó impresionante. No; Romanones no fue un opositor al franquismo; menos aún un demócrata.
Como émulo de Carlyle, Burns Marañón mitifica el papel de Juan Carlos, a lo largo del régimen de Franco y de la transición. En el libro, aparece poco menos que como un ser omnisciente; lo que dista mucho de resultar convincente. No insistiremos mucho en esto, al no disponer todavía de monografías mínimamente solventes sobre este período. Las obras de Powell, Tusell o Preston tan sólo son apologías hagiográficas. Pero podemos, en principio, plantear algún interrogante: Por qué el Monarca propició, contra la opinión de Adolfo Suárez, el nombramiento de Alfonso Armada como segundo Jefe de Estado mayor del Ejército? Y es que hace tiempo que sabemos que el 23 de febrero de 1981 fue consecuencia de dos proyectos de golpe de Estado: uno que propugnaba un gobierno de concentración, y otro que partía de la acción armada protagonizada por Tejero. En otro capítulo del libro, Burns Marañón afirma incidentalmente que Felipe González tuvo siempre informado al Rey de sus decisiones; y entonces nos asalta una duda: También de existencia y actuación de los GAL? Y eso por no hacer referencia al círculo de amistades del Monarca. Con frecuencia se alaba al Rey por no disponer de una Corte; y ello es cierto si por tal se entiende la nobleza tradicional, pero no lo es menos que se ha rodeado de un círculo de amistades bastante poco recomendable, entre las que destacan personalidades tan sospechosas como Mario Conde, Manuel Prado y Colón de Carvajal, Javier de la Rosa, &c., &c.
El capítulo más inquietante es el último. ¿Puede garantizar la Monarquía la unidad nacional? El autor no es capaz de dar una respuesta clara al interrogante. Y, a nuestro modo de ver, elige mal sus fuentes. No es Juan de Mariana el autor más recomendable al respecto; y no sólo por ser un teórico del «regicidio» y del derecho a la rebeldía frente a los poderes tiránicos o presuntamente tiránicos. Es que su concepto de nación no es el de los hombres de los siglos XX y XXI. Pero, en cualquier caso, tomando sus palabras en su sentido más lato, ¿significa que la Monarquía debe, para sobrevivir, aceptar la secesión del País Vasco, de Cataluña o Galicia? No menos significativa es su mención a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, admirador, por cierto, en su juventud de Charles Maurras e hijo de un influyente colaborador de Acción Española. Y es que este político e intelectual es el defensor de una especie de neotradicionalismo monárquico, que recuerda no sólo a Maurras sino a Vázquez de Mella; y para quien España es históricamente lo que resta de la separación del País Vasco, Cataluña y Galicia, auténticas naciones, «fragmentos de Estado», que poseen unos supuestos «derechos históricos». En consecuencia, la unidad nacional depende de la unión con la Monarquía. A ese respecto, Herrero otorga una gran importancia a la figura del Rey como «magistrado para el estado de excepción»; es el único que goza de las características de «independencia, objetividad y permanencia de sus funciones». La Monarquía ha de ser el vínculo político entre las naciones que componen el Estado español. ¿Acepta Burns Marañón este proyecto? Es lástima, pero, al menos en el libro, no nos lo dice. La ambigüedad es lo que prima en su discurso. Más explícito ha sido el autor en una entrevista concedida a El Cultural del diario El Mundo, donde Burns Marañón dice: «Alex Samond, el líder del partido nacionalista escocés y mandamás en Edimburgo quiere que, conseguida la secesión, Isabel II sea Isabel I de una Escocia soberana. Es una idea que brindo a Carod-Rovira y a Ibarretxe, con más voluntarismo que otra cosa». Ahí está la clave del problema. Lo que resulta superlativamente grave, porque el reconocimiento de la Corona como único lazo de unión con el Estado español, facilitaría a los nacionalistas el que sus respectivas regiones funcionasen de facto como naciones independientes. Cortar luego ese lazo –espiritual o como quiera llamársele– es un asunto que, en el fondo, carece de relevancia política. Y es que, además, esa pretendida función integradora de la Monarquía responde, en el fondo, a una concepción patrimonial de la realeza como propietaria de los territorios bajo su jurisdicción; lo que resulta completamente anacrónico en la actualidad. La Monarquía se convertiría así en cómplice de ese proceso disgregador e incluso contribuiría a su desarrollo. De ser así, la Monarquía perdería, a los ojos de no pocos españoles, cualquier adarme de legitimidad. Sería, ahora ya sí, cáscara muerta.
Por otra parte, la conclusión de Burns Marañón no deja de ser desoladora. Después de más de treinta años de incesante propaganda monárquica y de invención de nuevas tradiciones para uso y abuso de la Corona, resulta que el pueblo español sigue siendo, a juicio del autor, «juancarlista», pero no monárquico. ¿Tiene futuro la institución? Nadie lo sabe. Pese a todo lo ocurrido en 2007, el debate sobre la Monarquía y la República todavía no ha llegado, de hecho, al seno de la sociedad española. Que se someta a crítica la figura del Rey o la institución que encarna, no significa todavía que se propugne la República como alternativa. Seguramente, en el momento en que Juan Carlos I tenga que abandonar el trono o muera, se plantee con nitidez. Sin embargo, ante la evidente crisis del sistema político nacido en 1978 han surgido voces discrepantes. La izquierda, sobre todo en sus sectores intelectuales, nunca ha aceptado de buen grado la Monarquía; en el mejor de los casos, lo ha hecho a regañadientes. José Luis Rodríguez Zapatero ha contribuido a mitificar, durante su mandato, la II República e incluso se ha referido a Juan Carlos I como «un Rey bastante republicano». No hace mucho el socialista Luis Solana, hombre próximo al Jefe del Estado, se autodefinía como «monárquico intermitente»; y significativamente señalaba: «Mientras el Rey nos sea útil (y Don Juan Carlos lo es) hay que ser monárquico. Dentro de unos años, vaya usted a saber» (El Plural, 25 diciembre 2007). Para otros, como el jurista Luis Gordillo, la Monarquía es el símbolo de «una democracia schumpeteriana, de la política de consenso por arriba y la desmovilización por abajo, de la alta política decidida en pequeños círculos de «expertos» que, como el Gran Inquisidor de Dostoyevski, piensan que a la población no se le puede explicar la verdad». La República, en cambio, es «un elemento necesario para una democratización enteramente desacralizada».
Pero las críticas a la persona del Monarca e incluso a la institución han venido incluso de la derecha. Federico Jiménez Losantos pidió no la República, sino la abdicación del Jefe del Estado. Enrique de Diego, desde la revista Epoca, ha pedido, en no pocas ocasiones, la República presidencialista. Y no deja de ser significativo que Julio Anguita señalara hace poco que «en la derecha existe gente que apuesta por una República conservadora»; lo que juzgaba muy importante para el advenimiento de la III República. No hay duda de que tal convergencia podría ser peligrosa para el porvenir de la Corona. Pero eso sólo el tiempo lo dirá. La Monarquía cuenta todavía con apoyos muy fuertes en la elites sociales y políticas, al igual que en amplios sectores de la población hegemonizados por la incesante y omnipresente propaganda monárquica. La III República tardará en llegar, si es que llega; y no vendrá de súbito, sino tras una larga lucha intelectual y política. En realidad, en el campo republicano está todo por hacer. Si exceptuamos a los independentistas catalanes y vascos, el republicanismo, a pesar de la alarma de algunos monárquicos, carece de presencia en los medios de comunicación e incluso en las instituciones. La III República carece de posibilidades si su base política se reduce a una izquierda radical cuyos militantes no dudan en disfrazarse de brigadista internacional, recuerdan con nostalgia la triste experiencia del Frente Popular y propugnan la autodeterminación de las llamadas nacionalidades históricas. Esa alternativa, propugnada por Izquierda Unida y revistas como El Viejo Topo, no sólo sería peor que el régimen actual, sino que agravaría los problemas acumulados por la Monarquía de Juan Carlos I.
En el contexto español, la única alternativa realista sería, a mi modo de ver, el modelo presidencialista, en el que la suprema magistratura del Estado procede de la elección popular. Su fuente de legitimidad democrática es relativamente directa. Por esa razón, aunque se trate de un candidato nominado por los partidos, una vez llegado al poder se libera de la disciplina partidista y puede esperarse de él cierta independencia. Además, por tener plena base territorial, podría anular los separatismos locales y mantener la unidad nacional. Este presidencialismo puede asegurar la independencia entre el legislativo y el ejecutivo; y, además, se ha demostrado históricamente capaz de limitar la intromisión de ambos en el poder judicial. También elimina la inestabilidad gubernamental y los débiles gabinetes de coalición, a veces subordinados a una exigua minoría. En una República presidencialista el Jefe del Estado puede desempeñar realmente una función arbitral entre los partidos, y posee la ventaja de que, al término de su mandato, el arbitraje retorna al censo electoral; lo que no puede ocurrir con la Monarquía. La gestión negativa del Jefe del Estado republicano no afecta generalmente a la institución misma, pues al término de su mandato desaparece también la condición misma que le unía a la jefatura del Estado. No ocurre lo mismo bajo el régimen monárquico, donde cualquier actuación discutida, y no sólo pública, del Rey o de su familia afecta negativamente a la institución. Moderar es, en definitiva, una forma de comprometerse, aunque sea levemente, y entraña un desgaste que, por lo general, los monarcas constitucionales suelen rehuir. En ese sentido, el caso español resulta arquetípico. El Rey no gobierna. Sus actuaciones legales no tienen validez si no están refrendadas por uno de sus ministros y ni siquiera está sujeto a responsabilidad. Sólo queda la función moderadora; pero no nos engañemos: el Monarca ni interviene ni modera. ¿Cuando ha mediado en algún conflicto entre los tres poderes? No lo ha hecho nunca; no lo puede hacer; y el propio Monarca sabe que nunca lo hará. Este es el mensaje que, a mi juicio, habría que transmitir a los sectores más críticos, activos y concienciados de las derechas. Una labor sin duda dificil, porque en nuestro país nunca ha existido una tradición bonapartista y plebiscitaria, a diferencia de Francia.
Volviendo al libro de Burns Marañón, diremos que los temas abordados en sus páginas exigían dilatado comentario; pero la obra en sí misma, no. Como análisis político, la exégesis del autor es muy pobre. Como diagnóstico histórico, absolutamente prescindible. Su contenido resulta decepcionante por sus vacíos, sus imprecisiones y sus ambigüedades. Respeto, aunque no comparto, sus convicciones monárquicas. Pero lo que verdaderamente hay que esperar de un intelectual no es que se defina, como todos los días lo hacen millones de españoles en torno a una mesa de café, sino que aporte rigurosa y objetivamente un adarme de luz sobre nuestra situación política.

El elefante cazado y otros episodios surrealistas

Los monárquicos en general estamos bastante perplejos ante los últimos acontecimientos, que -aunque en el fondo no son más que anécdotas de la vida cotidiana de ciertos ámbitos de alto poder adquisitivo- no dejan de ser preocupantes por reflejar una grave insensibilidad por los problemas verdaderos del país y de los ciudadanos, que en su inmensa mayoría no pueden permitirse ciertos lujos de la clase dirigente.

Las cacerías siempre han sido una afición de dudoso gusto de las altas esferas, y de hecho abundan los cazadores entre socialistas, conservadores, empresarios, nobles, gobernantes y nuevos ricos. Eso de matar de un tiro o varios a animales acechados en el monte o en la estepa debe de dar una sensación de poder muy particular -por perverso-, pues acabar con la vida ajena, aunque sólo sea animal, eleva al cazador deportivo en una especie de dios que puede decidir discrecionalmente si un animal debe morir o puede seguir viviendo.

Cazar y matar animales en realidad sólo es moralmente aceptable si es necesario para alimentarse o alimentar a la sociedad en general, o bien para evitar plagas o epidemias, y así se practica desde siempre criando o cazando animales. La caza deportiva, en cambio, aunque deja mucho dinero a los que organizan cacerías y tienen que cuidar -si pensamos en los cotos de caza- la reproducción de los animales salvajes para estas cacerías, tiene un aspecto deplorable, muy ajeno al sentir de la sociedad actual. Especialmente la caza mayor de animales raros en África o Asia es más que criticable, porque los equilibrios de la fauna en estos continentes ha sufrido muchos daños, y aunque los elefantes en algunas regiones se multiplican más de lo deseado, acabar con la posible superpoblación mediante safaris a la vieja usanza es algo bastante fuera de lugar.

Resulta que en medio de una crisis económica descomunal, cuando el Rey llama a arrimar el hombro e intentar todos juntos sacar a este país de su situación, con cinco millones y medio de desempleados y la quiebra inminente de las finanzas del estado y de las autonomías, el monarca se va de caza de elefantes a Botsuana el mismo día en que sus más acérrimos enemigos celebran la proclamación de una república que no trajo más que miseria y desgracia a este país, algo de que se vanaglorian los republicanos de la extrema izquierda bolchevique, que anhela volver a los tiempos de la revolución francesa para cortar cabezas o dar sus famosos "paseos" e imponer su particular sistema de dictadura, opresión y persecución de los que piensan de otra forma.

La izquierda no critica a los suyos
Tal vez, este episodio más de caza (sur)real no habría trascendido si no se produjera el desafortunado accidente del Rey con rotura de cadera, algo que debe haber sido motivo de máximo regocijo de las hordas republicanas, que no paran de lanzar fotomontajes y dibujos para ridiculizar al Rey y a la Monarquía, como si el hecho de irse de caza tuviese algo que ver con el buen hacer el Rey durante 37 años o el funcionamiento mismo de la Monarquía como forma de estado. Tampoco fueron tan críticos con otros cazadores -republicanos- como el ex ministro Bermejo, el ex juez Garzón y algunos altos funcionarios de Justicia y Policía, todos ellos "cazados" en una cacería, en la que el ex ministro encima participó sin tener el permiso correspondiente, una caza que fácilmente costaría a cada uno 15.000 euros o más.

Y tal vez, este episodio no sería tampoco tan trascendental si no fuera porque el nieto mayor del Rey, Don Juan Froilán, hijo primogénito de S.A.R. la Infanta Doña Elena, se pegara un tiro en un pie con una escopeta de caza de su padre, ex consorte de la Infanta, que indica el escaso sentido de la responsabilidad que tienen algunos cuando llegan a ciertos niveles sociales.

Y tal vez, este epidosio no tendría mayor relevancia si no fuera porque el aún consorte de S.A.R. la Infanta Doña Cristina no estuviera metido en líos judiciales por sus negocios con ex gobernantes autonómicos de Baleares, Valencia y Cataluña facilitados por su elevada posición social como miembro político de la Familia Real.

Uno se pregunta, seriamente, cuál es la política interna de la Casa de Su Majestad el Rey y de su equipo para que puedan ocurrir acontecimientos tan lamentables. En poco menos de tres meses la imagen de la Corona ha quedado seriamente empañada por sucesos imprevistos, pero igualmente previsibles, porque siempre hay que ponerse en lo peor para poder calcular las posibles consecuencias, y justamente los negocios del consorte de la Infanta Doña Cristina se conocían y se podían haber evitado, al igual que los riesgos de la caza deportiva son tan evidentes como son impopulares tales actividades por elitistas y costosas.

Al final resulta que el Rey como cazador de elefantes se convierte en elefante cazado, y la Monarquía sufre un deterioro de imagen que costará reparar, porque las huestes republicanas no pararán para aprovechar al máximo la mala imagen del suceso y favorecer sus postulados totalitarios a favor de un sistema que está demostrando en toda Europa que es mucho peor que la Monarquía y que adolece de problemas y crisis mucho más severos de lo que puede ser un accidente de caza de un Rey que puede sufrir cualquier persona que se dedica a estas actividades de ocio.

No dejemos que lo surrealista se convierta en base argumental a favor de algo que sería muy perjudicial para nuestro país. Pero llamemos también a las altas instancias del estado para actuar de una forma que permita percibir que tanto el Rey como el Gobierno tienen sensibilidad hacia los problemas de los ciudadnos. La austeridad empieza por el comportamiento público y privado de los máximos representantes del estado, y éste implica no hacer safaris en países lejanos ni conceder subvenciones a los enemigos del estado que nada aportan a la recuperación económica.


06 abril 2012

Lo que hay que decir - polémico poema de Günter Grass

Grass holt gegen Israel aus: "Gealtert und mit letzter Tinte"

Günter Grass es y ha sido siempre un escritor muy mediático, muy escuchado y muy de izquierdas. Pero llama la atención que desde hace algunos años no teme ser crítico con tabúes que en Alemania provocan no sólo la ira de los medios de comunicaciones puestos todos en línea con la dictadura de lo políticamente correcto, y será porque él ya ha alcanzado todo lo que podía añorar en la vida y no tiene nada que perder.

En su poema, Grass critica a Israel como potencia nuclear que amenaza a Irán por sospechar que Irán también puede tener armas nucleares. Ellos sí pueden tenerlas y los demás no. Es doctrina estadounidense, unos sí, otros no. Está mal que existan estas armas, pero ¿qué derecho tiene un país de imponer a otro lo que puede o no puede tener, decir, hacer o dejar de hacer? 

A mi me parece bien que Grass critique a Israel. En Alemania es un tabú criticar a los judíos, pero eso no convierte a Grass en antisemita. 

Su paso por la SS (Schutzstaffel), el único cuerpo militar alemán de la dictadura que era propiamente nacionalsocialista, me parece anecdótico. ¿Cuántos años tenía Grass en 1940? Exactamente 13 años. Al terminar la guerra tenía 18. ¿Cuál puede haber sido su papel en un cuerpo militar de élite? No veo posible su participación en nada importante de ese cuerpo militar, también existían academias para estudiantes que eran de la SS, para formar a futuros oficiales y mandos del partido, lo que al final quedó en la nada, ya que la guerra acabó con todo. Y en un régimen totalitario es casi normal que los jóvenes tengan que participar en lo que impone la dictadura si quieren progresar o que incluso vean como un honor y una distinción poder estudiar en una academia de cadetes de este cuerpo militar de élite. 

Ángela Merkel era secretaria de agit-prop de las Juventudes Comunistas de la RDA y vivía una cantidad de privilegios (carrera de física en Moscú, intercambios internacionales en el este) que sólo un comunista 1000 % (mil por cien) marxista-leninista podía disfrutar. Se critica lo que Grass hizo de joven en la SS y no se critica la carrera que hizo Merkel con los comunistas (y que dice mucho de su forma de gobernar y de acabar con la esencia del partido en el que fue infiltrada a dedo por el nefasto canciller Kohl). 

Nunca me ha gustado Grass, siempre era socialista, como aquí los titiriteros, pero ahora que está viejo empieza a decir algunas verdades, tanto con "Pelando la Cebolla" como ahora con esto que llama poema. Será que en Alemania uno sólo puede abrir la boca cuando ya no tiene nada que perder.

Ahora se le echan encima todos los que siguen el dictado de la comunidad judía en Alemania. Nadie parece caer en que en Alemania, nominalmente, existe la libertad de expresión. Se puede o no estar de acuerdo con una opinión, pero el desacuerdo no justifica esa tendencia a linchar al que piensa distinto.

En lo que falla Grass, y allí está el toque de hipocresía de los alemanes de izquierdas, es que reitera y repite la gran culpabilidad de los alemanes a raíz de una guerra ya lejana, con la que las generaciones actuales nada tienen que ver, que sigue calificando de responsabilidad imborrable, un tabú que él no está dispuesto a romper, por mucho que se atreve a romper el tabú de los judíos. Y también deja indemne, con su crítica, al régimen de Irán, cuyo líder es algo mucho peor que un bocazas: un incendiario, que lidera un régimen y un movimiento muy peligroso para la paz mundial, un peligro avivado por otras potencias como Rusia, que trabajan más en la sombra y dejan que todos miren a un presunto instigador del enfrentamiento. Las grandes guerras, como las dos mundiales, nunca se declaran por un interés unilateral, aunque el más perjudicado suele ser el país que la comienza.

Aún así, criticable o no por la orientación de su crítica, lo que no es criticable es que exprese públicamente su opinión y que se le estigmatice como algo que no es para apalear la palabra usada haciendo uso de un un derecho fundamental. Dictadura del pensamiento, no gracias.

Aquí el poema (traducido y en alemán):

"Lo que hay que decir" por Günter Grass

Traducción por
Atreides

"Por qué guardo silencio, callo por demasiado tiempo, lo que es evidente y que se ha ensayado en todos los juegos estratégicos, donde, llegado su final, nosotros como supervivientes quedaremos, como mucho, reducidos a simples notas al pie. 

Es el supuesto derecho de lanzar el primer golpe, que podría aniquilar al pueblo iraní, subyugado por un bocazas y dirigido al júbilo organizado, dado que en su ámbito de poder se presupone la construcción de una bomba atómica. 
 Pero, ¿por qué me prohíbo nombrar aquel otro país con su nombre, en el que desde hace años -aunque bajo secreto- está disponible un potencial nuclear creciente, pero fuera de control, porque no es accesible para inspección alguna?

Este silenciado general de un hecho probado, al que se ha subordinado mi silencio, lo percibo como mentira de carga e imposición, con expectativa de penalización en cuanto no se observare; el veredicto de "antisemita" es de uso corriente. 

Pero ahora, dado que desde mi país, que será alcanzado una y otra vez por sus crímenes de su propia autoría, y que no tienen igual, para exigirle explicaciones, se suministre otro submarino a Israel, de nuevo sólo por meros motivos comerciales, aunque declarado de lengua veloz como reparación por los daños de la guerra, cuya especialidad consiste en poder dirigir cabezas omnidestructoras hacia el lugar en el que la existencia de una sola bomba atómica no ha quedado demostrada, pero que se quiere ver como el temor de la fuerza de la prueba, por eso digo lo que hay que decir.

Pero ¿por qué me callaba hasta ahora? Porque pensaba que mi origen, que siempre quedará marcado por un estigma que nunca podrá ser borrado, me prohibiría exponer al país Israel, al que me siento unido y quiero seguir estando unido, a este hecho como una verdad jamás pronunciada.

¿Por qué no lo he dicho hasta ahora, envejecido y con la última tinta: La potencia nuclear de Israel pone en peligro la paz mundial, que de todas formas está resquebrajada? Porque hay que decir aquello para lo que mañana podría ser demasiado tarde; porque nosotros -que como alemanes cargamos ya con demasiada culpa- podríamos convertirnos en suministradores de un crimen, cuya comisión es previsible, por lo que nuestra corresponsabilidad no podría eliminarse mediante ninguna de las excusas habituales.

Y reconozco: no seguiré callando, porque estoy harto de la hipocresía de Occidente; además, es de esperar que sean muchos los que se liberen del silencio, para requerir al causante del peligro reconocible que renuncie al empleo de la fuerza y de insistir al mismo tiempo en que los gobiernos de ambos países autoricen un control permanente y sin trabas del potencial nuclear israelí y de las instalaciones nucleares iraníes por una instancia internacional.

Sólo así se podrá ayudar a todos, a los israelíes y a los palestinos, más aún, a todos los hombres que vivan muy pegados y enemistados en esta región ocupada por el delirio y, por ende, también a nosotros."


"Was gesagt werden muß" von Günter Grass

Was gesagt werden muß
Von Günter Grass

"Warum schweige ich, verschweige zu lange, was offensichtlich ist und in Planspielen geübt wurde, an deren Ende als Überlebende wir allenfalls Fußnoten sind.

Es ist das behauptete Recht auf den Erstschlag, der das von einem Maulhelden unterjochte und zum organisierten Jubel gelenkte iranische Volk auslöschen könnte, weil in dessen Machtbereich der Bau einer Atombombe vermutet wird. 
 Doch warum untersage ich mir, jenes andere Land beim Namen zu nennen, in dem seit Jahren - wenn auch geheimgehalten - ein wachsend nukleares Potential verfügbar aber außer Kontrolle, weil keiner Prüfung zugänglich ist?

Das allgemeine Verschweigen dieses Tatbestandes, dem sich mein Schweigen untergeordnet hat, empfinde ich als belastende Lüge und Zwang, der Strafe in Aussicht stellt, sobald er mißachtet wird; das Verdikt "Antisemitismus" ist geläufig.

Jetzt aber, weil aus meinem Land, das von ureigenen Verbrechen, die ohne Vergleich sind, Mal um Mal eingeholt und zur Rede gestellt wird, wiederum und rein geschäftsmäßig, wenn auch mit flinker Lippe als Wiedergutmachung deklariert, ein weiteres U-Boot nach Israel geliefert werden soll, dessen Spezialität darin besteht, allesvernichtende Sprengköpfe dorthin lenken zu können, wo die Existenz einer einzigen Atombombe unbewiesen ist, doch als Befürchtung von Beweiskraft sein will, sage ich, was gesagt werden muß.

Warum aber schwieg ich bislang? Weil ich meinte, meine Herkunft, die von nie zu tilgendem Makel behaftet ist, verbiete, diese Tatsache als ausgesprochene Wahrheit dem Land Israel, dem ich verbunden bin und bleiben will, zuzumuten.Warum sage ich jetzt erst, gealtert und mit letzter Tinte: Die Atommacht Israel gefährdet den ohnehin brüchigen Weltfrieden? Weil gesagt werden muß, was schon morgen zu spät sein könnte; auch weil wir - als Deutsche belastet genug - Zulieferer eines Verbrechens werden könnten, das voraussehbar ist, weshalb unsere Mitschuld durch keine der üblichen Ausreden zu tilgen wäre.

Und zugegeben: ich schweige nicht mehr, weil ich der Heuchelei des Westens überdrüssig bin; zudem ist zu hoffen, es mögen sich viele vom Schweigen befreien, den Verursacher der erkennbaren Gefahr zum Verzicht auf Gewalt auffordern und gleichfalls darauf bestehen, daß eine unbehinderte und permanente Kontrolle des israelischen atomaren Potentials und der iranischen Atomanlagen durch eine internationale Instanz von den Regierungen beider Länder zugelassen wird.

Nur so ist allen, den Israelis und Palästinensern, mehr noch, allen Menschen, die in dieser vom Wahn okkupierten Region dicht bei dicht verfeindet leben und letztlich auch uns zu helfen."