por Pedro Carlos González Cuevas
En torno al libro de Tom Burns Marañón, La Monarquía necesaria. Pasado, presente y futuro de la Corona en España, Planeta, Barcelona 2007
Escritor, periodista, nieto del gran humanista Gregorio Marañón, Tom Burns Marañón intenta, en esta obra, dilucidar el tema, hoy de actualidad, del porvenir de la Monarquía española. El autor se autodefine como «monárquico hasta el tuétano». A su modo de ver, los republicanos son víctimas de «un lírico y arcaico idealismo rousseauniano (sic), que tiene mucho que ver con la melancolía y el sentimentalismo y que se visten con modernos y correctos ropajes de ilustrada racionalidad». Siguiendo a Walter Bagehot, considera que la Monarquía es «la forma de poder inteligible para la gran masa». Y en España sigue siendo «necesaria»; y ello por cuatro razones. En primer lugar, porque la considera «consustancial a la personalidad de España». En segundo, porque frente «a los experimentos con regímenes republicanos ha demostrado tener un extraordinario uso como garante de la concordia, estabilidad, progreso y bienestar». En tercero, porque es «comparativamente barata y porque la Corona presta una gran eficacia y un alto valor añadido a la representación de España». Y, en cuarto, porque «por mucho que reviente los esquemas racionalistas del republicanismo renovado y también a los hooligans, el «gran teatro» que encarna la institución, con el misterio y la magia que aún retiene, «gusta» a la gente, reconforta y alienta».
«La sociedad contemporánea no es descreída. Al contrario, cree cada vez más en más cosas disparatadas. Necesita creer y necesita «magia», como sabe de sobra todo antropólogo y como descubrieron muchos escépticos cuando, por ejemplo, murió lady Di, la exprincesa de Gales. Quien tuvo, retuvo, y la Monarquía, al igual que la Iglesia, retiene suficiente «magia» para satisfacer al común mortal. En esto es necesaria.»
Actualmente, la Monarquía ha de ser, dice el autor, «constitucional». El modelo es Inglaterra. Su único y exclusivo papel es «reinar», no gobernar; se encuentra «por encima de los gobiernos de turno y su función no tiene nada que ver con el desarrollo de determinadas políticas concretas»; es una institución «apolítica», «imparcial», que «modera en el quehacer nacional solamente de acuerdo con la más rigurosa imparcialidad y el más estricto cumplimiento de los preceptos constitucionales». A juicio de Burns, la Corona española puede «perfectamente mirarse en el espejo del Reino Unido, pues solamente ellas comparten una semejante tradición en el tiempo». Y señala:
«En la historia contemporánea de España, las horas bajas de la institución se debieron a «errores humanos», por decirlo de alguna manera, en tiempos sin duda difíciles y complejos. Los errores cometidos por dos Monarcas, Isabel II y su nieto Alfonso XIII ensombrecieron el XIX y el XX hispanos.»
El autor valora muy positivamente la Restauración canovista de 1874, que «recuperó la legitimidad de la dinastía Borbón y, también, al incorporar la arquitectura democrática de la I República, asumió la legitimidad del régimen al que sustituyó». Considera que, a pesar del caciquismo, el régimen de la Restauración «no fue muy distinto al sistema político existente en la Inglaterra de 1876 y fue incluso más democráticamente «abierto» que, por ejemplo, el alemán y el italiano»; que fue capaz de supervisar «una auténtica revolución industrial y urbanística», y que «supo mantenerse al margen de las rivalidades continentales e imperiales que desembocaron en la Gran Guerra del 14».
Esta idílica situación se vió alterada por Alfonso XIII, cuyo reinado estuvo marcado por «una creciente intromisión en la política que, siendo constitucional según las prerrogativas reales incluidas en la Carta Magna de 1876, excedía lo que era políticamente aceptable». Su máximo error fue legitimar el golpe de Estado protagonizado por el general Primo de Rivera, cuya consecuencia más grave fue el advenimiento de la II República. El autor cree que la Dictadura fue producto de la influencia de «los palaciegos del Tiro de Pichón y de los militares con mando en plaza». Burns juzga muy negativamente la actuación de los monárquicos durante la II República, basada «en el olvido y el desprecio más absoluto a toda memoria de una Monarquía parlamentaria creada por la Constitución de 1876». Tanto alfonsinos como juanistas estuvieron «igualmente fascinados por los totalitarismos de aquella desgraciada década». La influencia de Acción Española en Don Juan de Borbón y sus partidarios fue, en ese sentido, muy negativa. Su apoyo a la sublevación del 18 de julio de 1936 y a Franco fue total, tanto por parte de Alfonso XIII como de su heredero.
En contraste, Burns alaba al conde de Romanones por «sus profundas convicciones democráticas» y por sus críticas al tradicionalismo de que hacía gala Don Juan. Sin embargo, destaca el contenido «constitucional, democrático, parlamentario y liberal», de su Manifiesto de Lausana, luego desmentido por el tradicionalismo propugnado en las llamadas Bases de Estoril, donde «brilló por su ausencia el más mínimo atisbo demoliberal». En realidad, el heredero al trono tan sólo deseaba «reemplazar a Franco». Frente a su padre, Juan Carlos entendió, desde el principio, que su labor consistía en conseguir el retorno de la Monarquía «necesaria», es decir, constitucional y parlamentaria, «por un camino que no le hiciese romper con la herencia que recibía de Franco». Asesorado por constitucionalistas como Carlos Ollero, Torcuato Fernández Miranda y Jorge de Esteban, el Príncipe llegó a la conclusión de que «las Leyes Fundamentales no eran inmutables». De esta forma, Juan Carlos sería «el hombre preciso que, en el momento preciso, estaba en el lugar preciso para pilotar esa transición».
Como es de rigor en este tipo de libros, el autor enfatiza el papel del monarca el 23 de febrero de 1981, si bien señala que los mandos militares le obedecieron por ser heredero de Franco. Burns alaba a Santiago Carrillo por su pragmatismo político, a la hora de aceptar la Monarquía; y es muy crítico con el PSOE, mucho más reticente, porque Felipe González «siempre pensó que la llave de la Transición la tenían los socialistas y por lo tanto ellos marcarían sus propios tiempos en la cuestión de la Monarquía o República». Con todo, finalmente Juan Carlos I «se apoyó en la continuidad en el poder de Felipe González y del Partido Socialista». «Don Juan Carlos fue siempre –señala el autor– informado, escuchó a su presidente del Gobierno y fue a su vez escuchado, alentó y estimuló y advirtió». Su balance es, pues, muy positivo: «El bis de la Restauración encarnada por Juan Carlos fue especialmente logrado y exitoso. La experiencia histórica sugiere que la Monarquía constitucional puede muy bien ser necesaria».
A pesar de ello, el autor no se muestra excesivamente optimista respecto a la continuidad de la institución. A su entender, existen muchos «juancarlistas» y muy pocos monárquicos. En España, el monarquismo neto es de «bajo calado». Y se perciben «grietas» en el edificio de la Monarquía, por varias razones. En primer lugar, por la percepción popular de la Corona como «un centro de poder alternativo»; lo que resulta sumamente peligroso para la institución, porque implica un total desconocimiento de los mecanismos de la Monarquía constitucional. Ello se puso de manifiesto durante la guerra de Irak cuando la izquierda denunció los «silencios del Rey». Y es que la Corona «no dijo nada porque no puede ni debe decir nada».
Más grave resulta el peligro de «balcanización» de España, que el autor contempla como «el reto máximo al cual se enfrenta la Nación y lo es, lógicamente, para la Monarquía que personifica y representa la Nación». Ante la tendencia claramente secesionista dominante en Cataluña y en el País Vasco, el autor cita un párrafo de la obra de Juan de Mariana, Dignidad real: «Cada nacionalidad tiene su manera de enjuiciar las cosas, y cuando el príncipe no puede modificar ese sentir debe acomodarse a él, pues de otro modo podría enajenarse el ánimo de muchos y turbar la paz del reino».
Cita igualmente a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, a la hora de plantear la unidad nacional dentro de la «politerritorial» España. En ese sentido, cree que el problema nacional ofrece la ocasión para que la Monarquía se muestre «más necesaria que nunca». Sin embargo, Burns estima que el nacionalismo «casa mal con un mundo interdependiente, interconectado y globalizado». Sin demasiado convencimiento, propone algunos gestos por parte del monarca y su heredero: «trasladarse unos días cada mes al palacio de Pedralbes en Barcelona y desde ahí cumplir con sus funciones de representatividad para todo el país y recibir ahí a visitas de jefes de Estado extranjeros». Don Felipe podría ostentar los títulos de Príncipe de Gerona, conde de Cervera y señor de Balaguer. No obstante, Burns cree que, bajo la hegemonía del nacionalismo catalán, es «la República y la Independencia» el objetivo a conseguir; y que lo mismo ocurre en el País Vasco. «Nadie se imagina a Don Juan Carlos, a los más de treinta años de su reinado-señala el autor-, jurando las Viejas Leyes como Señor de Vizcaya a la sombra del árbol de Guernica. Todo indica que el nacionalismo vasco ya «pasa» de la Corona al igual que la Esquerra». Sin embargo, cree que el heredero al Trono debería recibir «clases intensivas» de catalán, euskera y gallego, además de castellano.
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Desde el momento en que se alza la voz del «eterno no» –das Ewige Nein, de que habló Goethe–, en que surge alguien que pregunta «para qué sirve eso», la tradición pierde su espontaneidad, se separa de las profundidades creadoras del inconsciente popular y empieza a atrofiarse. Más aún: el simple hecho de que pueda formularse semejante pregunta es ya señal de que se trata de algo que ha dejado de darse por supuesto. Y cuanto más se empeñan los defensores de una tradición en justificarla, más la despojan de la fuerza interior que la procedía de su carácter instintivo, espontáneo. Eso es lo que está hoy sucediendo con la institución monárquica. Y con el agravante de que en España la tradición monárquica quedó, más que interrumpida, quebrada por la abdicación de Alfonso XIII en abril de 1931.
En realidad, Juan Carlos I se pudo presentar como Rey de España porque su antecesor en la Jefatura del Estado, en virtud de su «suprema potestad», así lo había dispuesto. Desde la muerte de Franco y, sobre todo, desde la aprobación del texto constitucional de 1978 y de la intervención del monarca en los sucesos de febrero de 1981, la Corona vivió a resguardo de la crítica. Tanto es así que Luis García Montero ha podido decir con toda razón: «El prestigio de Juan Carlos, aparte de sus aciertos, se debe también a unos medios de comunicación absolutamente entregados a la edificación de su simbología».
Si hubo, y aún hay, una ideología proscrita en la sociedad española es el republicanismo, en sus diversas variantes. En las elecciones de junio de 1977 se podía elegir, al menos en teoría, entre listas de los más diferentes colores, desde la derecha a la izquierda; la única que faltó fue aquella que de alguna forma se declaraba republicana. El nuevo régimen quiso, desde sus inicios, borrar cualquier recuerdo de la experiencia histórica de la II República. Significativo fue, en ese sentido, el regreso de los restos mortales de Alfonso XIII, precisamente al puerto de Cartagena, de donde salió para el exilio, tras la proclamación de la República. Aquella ceremonia, celebrada en 1980, pretendía borrar las discontinuidades históricas provocadas por la caída de la Monarquía. El republicano se convirtió en la España de Juan Carlos I, en un exiliado interior. En esa España se puede poner en duda la unidad nacional, no la forma de Estado. Resulta así por completo lógico que en 1998 el periodista Ramón Serrano intentara publicar un libro de entrevistas titulado 100 republicanos y el Rey; pero sólo pudiera contar con 89, tras la deserción de no pocos de los convocados.
Sin embargo, poco a poco, las cosas han comenzado a cambiar. El año 2007 pasará, sin duda, a la historia por ser el momento en que, por vez primera, la institución monárquica y, sobre todo, la figura del Rey se han visto sometidas a una serie sostenida de críticas cuya difusión mediática e impacto político hubiera sido impensable hace poco. La dinámica inagurada por la portada del semanario humorístico El Jueves continuó con las manifestaciones del senador peneuvista Anasagasti, y alcanzó su punto de inflexión en la quema de fotografías del monarca, iniciada en Gerona por el independentismo radical y que se extendió a otros municipios catalanes y andaluces. A ello se unieron las peticiones de abdicación por parte de un sector de la derecha representado por el periodista y líder mediático Federico Jiménez Losantos. Para este sector, el monarca había sido incapaz de cumplir con ninguna de sus funciones de arbitraje, apareciendo como un mero espectador impotente y frívolo ante la escalada de tensiones políticas y territoriales, en particular el Estatuto de Cataluña y las negociaciones con ETA, que estaban haciendo crujir los fundamentos del régimen.
La soledad de Rey ante el alud de críticas fue amargamente recogida por los editorialistas del diario monárquico ABC y, cosa nunca vista, el Monarca en persona tuvo que autoreivindicarse en la apertura del curso académico de la Universidad de Oviedo, desencadenando una catarata de declaraciones de apoyo. La crisis venía a mostar que el carisma personal de Juan Carlos I estaba a punto de agotarse, justamente en el peor momento, cuando la institución debe encarar el salto mortal de la sucesión según el principio de legitimidad dinástica. Para contrarrestarlo, el Rey, de acuerdo con un gobierno socialista igualmente necesitado de legitimación patriótica, se dió un baño de multitudes y de españolismo en su primer viaje a Ceuta y Melilla; lo que, según las encuestas, se saldó con un éxito indudable. Sin embargo, no deberíamos olvidar el viaje realizado por Juan Carlos en apoyo al Sahara cuando era Jefe de Estado en funciones y que al poco tiempo se montó la Marcha Verde por parte de Marruecos. Esperemos que en esta ocasión el viaje real no se salde con un fracaso parecido para el prestigio nacional como tuvo aquel. El Monarca debería estar obligado a actuar en beneficio de España y no al revés. Y lo mismo podemos decir de su jaleada salida de tono ante el presidente venezolano Hugo Chávez.
Tal es el contexto en el que se inserta el contenido de la obra de Burns Marañón. Se trata de una apología sin fisuras del Monarca y de la institución que encarna. Sus argumentos en favor de la Monarquía tan sólo pueden convencer a los monárquicos más irreductibles o a los ya convencidos de antemano. La noción de un «poder neutral» desprendido de toda implicación social y política no resiste la menor crítica. Tendría una apariencia de verosimilitud en una sociedad sin graves problemas de integración nacional, lo que no es, por desgracia, el caso español. Más discutible aún resulta, a mi modo de ver, la tesis tradicionalista de la «consustancialidad» de la Monarquía con la extencia de España como nación. Y es que una nación no nace, sino que se hace; no es un realidad natural, sino producto de la voluntad humana; en definitiva, un proyecto. Lo mismo que ha existido una España monárquica podrá existir, en el futuro, una España republicana. Sostener lo contrario sería negar la autonomía de la razón y de la voluntad humanas. Confieso no haber comprendido nunca eso que el autor denomina «magia» o «misterio» de la institución monárquica. En cualquier caso, la función de espectáculo, boato y brillantez puede ser ejercida, como lo demuestran los ejemplos norteamericano y francés, por personas ajenas a la realeza, como los artistas, los líderes mediáticos, o los propios presidentes de la República; ahí está Nicolás Sarkozy, para demostrarlo.
En este aspecto, el autor parece más monárquico que el propio heredero al trono. Y es que el príncipe Felipe ha vulnerado todas las normas que exigían que el heredero contraiga matrimonio con una persona de su rango. En un principio, eligió a una modelo extranjera, Eva Sannum; pero tuvo que ceder ante la presión de los monárquicos más activos y de los medios de comunicación. Sin embargo, logró imponer, al final, su matrimonio con Letizia Ortíz, periodista divorciada, y no persona de estirpe regia. Las consecuencias de dicha decisión son evidentes. Como señaló en su momento el catedrático de Ciencia Política Fernando Vallespín:
«Gran parte de la magia asociada a la institución se pierde a favor de la modernización de sus prácticas. Y esta se manifiesta en la prioridad de que se dota a la libre elección del Príncipe sobre supuestas cualidades objetivas de posibles candidatas. La gran cuestión que se abre es si alguien que estaba destimado a sobrevivir por enraizarse en los intrincados laberintos de la tradición puede hacerse compatible con la modernidad y provocar el subsiguiente desencantamiento del mundo. ¿Puede perdurar una tradición cuando se abandona su cualidad como tal? ¿Hasta qué punto puede afectar la desacralización de algunos de sus elementos a la legitimidad de la institución como un todo?».
Lo mismo ocurre con la separación de la infanta Elena y Jaime de Marichalar. Si los miembros de la Familia Real o sus titulares se comportan, por decirlo coloquialmente, «como todo el mundo», si heredan privilegios y no deberes, si son incapaces de ejercer algún tipo de ejemplaridad moral, ¿donde se encuentra entonces la hipotética «magia» de la realeza? ¿Qué fascinación puede ejercer la Familia Real sobre un mileurista? El tradicionalismo de Burns Marañón puede percibirse igualmente en su avinagrada crítica al republicanismo, que curiosamente, aunque él quizás no lo sepa, recuerda a las campañas antirrománticas y promonárquicas de Charles Maurras, desde L´Action française.
Por otra parte, es preciso destacar que, como señaló hace años el gran constitucionalista alemán Hermann Heller, los argumentos meramente utilitarios colocan al principio monárquico sobre una base muy inestable y peligrosa, ya que reconocen que la institución carece de justificación en sí misma, entregándola a consideraciones relativas de utilidad, que pueden ser determinadas igualmente o mejor por un régimen republicano. Burns hace referencia, por ejemplo, al menor conste económico de la Monarquía. En el momento en que se demostrara lo contrario, el argumento dejaría de ser válido y la institución quedaría deslegitimada. Se dice que el presupuesto de la Casa Real asciende a 9´05 millones de euros al año; pero nadie se cree tal cifra, cuando, por ejemplo, sólo los gastos de Presidencia del Gobierno multiplica por tres esa cantidad. Y se desconoce si el Príncipe percibe una asignación económica independiente. De hecho, lo que parece claro es que el Monarca vive a cargo de multitud de partidas presupuestarias. Los edificios se pagan por un lado; la seguridad, por otro; lo mismo que los desplazamientos. Existen, sin embargo, cuestiones mucho más graves, ¿Por qué el Rey no puede ser juzgado en los tribunales como los demás españoles? ¿Por qué se le declara inviolable y no está sujeto a responsabilidad alguna? ¿Por qué el Rey no tiene que dar cuentas a nadie, ni siquiera al Tribunal de Cuentas, de las asignaciones que recibe de los Presupuestos Generales de Estado, provenientes del dinero de todos los españoles? En una República, por el contrario, no existe «familia presidencial». La hija o el hermano de un Rey es un personaje público, adscritos al Presupuesto del Reino; los familiares de un Presidente de la República son personas privadas. Además, el Presidente de la República está sujeto a la ley común. Su persona no es sagrada. Puede comparecer ante la justicia. ¿Representa mejor a España en el exterior un Monarca que un Presidente de la República? No necesariamente; como ya señalamos, lo hemos visto hace poco tiempo cuando Juan Carlos I espetó al Presidente venezolano el ya célebre «¿Por qué no te callas?». Algo que, desde luego, no favorece al buen funcionamiento de esa especie de comunidad de países iberoamericanos que se intenta consolidar. Que tal gesto haya desatado un alud de comentarios laudatorios significa bien poco; quizás tan sólo una muestra más de nuestra escasa cultura cívica. Todo cambiaría si, en un momento dado, Hugo Chávez acaba tomando represalias contra las empresas españolas en Venezuela o restringe la exportación de petróleo. Muy pocos se atrevieron a cuestionar la actuación del Rey. Una de esas escasas excepciones fue la del agudo periodista Jesús Cacho, quien, desde su tribuna de El Confidencial, dijo: «Lo siento por los millones de españoles que ayer aparecían encantados con la performance real, pero el incidente protagonizado por el Monarca me pareció lamentable, hasta el punto de hacerme sentir algo parecido a la vergüenza ajena (...) Demasido pobre, demasiado chusco. Lo siento de nuevo, pero el Monarca está mayor. Está mayor y se le nota. Está mayor y además lleva demasiado tiempo haciendo de su capa un sayo, y diciendo lo que le viene en gana. Da la impresión de que pasa un poco de todo, y ya no está para los matices» (El Confidencial, 12 noviembre 2007).
No pondremos, pues, a Burns Marañón en la lista de los teóricos de la Monarquía; tampoco en la de los historiadores. Su valoración del régimen de la Restauración resulta tan convencional como ucrónica. En primer lugar, la Restauración nunca se configuró como una Monarquía parlamentaria, sino constitucional; lo que es muy distinto. En la Constitución de 1876, la Monarquía aparecía como la médula misma del Estado español, que representaba una legitimidad por encima de las determinaciones legislativas, ya que se trata de una institución fundamental, anterior y superior a toda norma escrita y que, por lo tanto, debía sustraerse a la decisión de cualquier poder constituyente. El Monarca disfrutaba de amplísimos poderes, dándole atribuciones que, de hecho y sin salirse de la ley, podían convertir el sistema de una auténtica autocracia monárquica. El Rey podía convocar, suspender y cerrar las Cortes; nombrar y separar libremente a los ministros; disponía, además, del mando supremo del Ejército y la Armada. En contraste, el Parlamento se convertía en un adorno político más que en una institución efectiva. El silencio de la Constitución era total con respecto a la posibilidad de responsabilización política del Gobierno ante las Cortes. No existían previsiones de censuras e interpelaciones. Tampoco puede ese régimen considerarse, ni tan siquiera en teoría, democrático, ya que no se reconocía en el texto constitucional la soberanía popular. La soberanía era compartida entre el Rey y las Cortes. Y ello a pesar de que en 1890 se restaurara el sufragio universal masculino, a instancia de los liberales sagastinos. Sin embargo, aquella ampliación del derecho electoral era para el Gobierno un mero sufragio función y no el reconocimiento de un derecho político que implicara la soberanía popular. El resultado de esta realidad institucional fue el predominio político del Monarca. Las apariencias parlamentarias del sistema se vieron favorecidas por la pronta muerte de Alfonso XII. Cánovas y Sagasta pudieron disfrutrar de una relativa autonomía gracias a que la Regente María Cristina era una mujer de origen extranjero y carente de experiencia política. Todo cambió con la llegada al trono de Alfonso XIII, quien, desde el primer momento, exigió ejercer sus prerrogativas.
Tampoco la Restauración puede considerarse el paraíso de las libertades que Burns Marañón nos describe. Las elites del sistema recurrieron permanentemente al estado de excepción y a la suspensión de garantías constitucionales. Según los cálculos del historiador Eduardo González Calleja, a lo largo de la Restauración el conjunto de los ciudadanos tuvo sus derechos básicos en entredicho un total de 14´2 años; y la suspensión parcial de las garantías a escala local, provincial y regional afectó a importantes masas de la población por 11´4 años más. En suma, un 45´6 % de los 56 años de duración del régimen monárquico (un 38´6 % si omitimos la Dictadura de Primo de Rivera) transcurrió con las libertades públicas gravemente limitadas en todo o en parte del territorio nacional. De hecho, el propio Cánovas del Castillo llegó a mostrarse partidario de la dictadura frente a una hipotética amenaza revolucionaria. Así lo sostendría en uno de los capítulos de su obra Problemas Contemporáneos: «...el legítimo ejercicio de la soberanía con frecuencia se esconde al juicio de la mayoría y quizás al de toda la nación. Si surge entonces algún hombre extraordinario que interprete y fielmente ejecute aquello que tal o cual nación necesite, y debiera querer en sus condiciones del momento, es, ha sido y será siempre, un legítimo soberano. Terribles abusos caben en esto, lo sé...; pero lo que aquí se infiere es que se han de excusar a toda costa las revoluciones».
Llama la atención igualmente que el autor admita la comparación entre la Monarquía española y la británica, incluso con la alemana e italiana. Con ello tan solo muestra su ausencia de perspicacia histórica. En realidad, nunca lo fueron; y ello por circunstancias políticas, económicas y culturales. La Monarquía británica pudo liberalizarse de una forma paulatina y eficaz; la española nunca lo consiguió. Y es que el tema tan debatido del caciquismo resultó decisivo. El caciquismo no puede ser considerado únicamente como una corrupación pasajera del régimen de la Restauración, ni un mero producto del apoliticismo de los españoles, a los que el liberalismo hubiera llegado demasiado pronto. Ciertamente, el caciquismo no puede comprenderse sin un análisis global de la realidad social española; forma parte del entramado de una nación como España en que la burocratización de tipo patrimonial caracteriza al dominio de la sociedad por el Estado: la desarticulación y la pasividad de las masas, la centralización gubernamental, la distribución regional de los centros de decisión, el localismo y el abismo entre el régimen legal y el ejercicio cotidiano del poder. El permanente recurso a las prácticas caciquiles formó parte asimismo de una acción deliberada por parte de las elites del sistema con el objetivo de restringir la participación política y sostener el régimen. La persistencia del caciquismo tuvo importantes consecuencias de orden político, social y económico. Así reclutado, el Parlamento era una institución incapaz de servir de plataforma institucional que asegurara la coherencia política y económica del Estado. Intimamente ligado a estas insuficiencias, se encontraba el carácter frágil y, en consecuencia, corrupto de una administración que se disolvía en una intrincada selva de intereses privados y clientelas personales. La debilidad político-administrativa del régimen de la Restauración se tradujo en la imposibilidad de racionalización burocrática y fiscal. La composición oligárquica del Parlamento y la peculiaridad del sistema fiscal, que permitía a los grandes terratenientes influir en el reparto de la carga tributaria correspondiente a cada provincia y a cada municipio, influyeron decisivamente en un distribución brutalmente desigual de la imposición tributaria, centrada fundamentalmente en los que menos tenían. Todo ello hizo que el régimen de la Restauración mostrara, a lo largo de su existencia, unas evidentes limitaciones en el fomento de bienestar social de las clases trabajadoras, y especialmente de los trabajadores agrícolas de la España meridional. Tampoco se produjo bajo la Monarquía constitucional la revolución industrial, que fue posterior a la guerra civil, y tuvo su apogeo durante el régimen de Franco.
Por otra parte, mientras las Monarquía británica se convertía en símbolo visible de la unidad imperial, la española perdía, en 1898, sus últimas colonias americanas, convirtiéndose en símbolo de la decadencia nacional. La Monarquía italiana fue, en parte, fautora de la unidad nacional; y lo mismo ocurrió en el caso de Alemania, que acabó convirtiéndose en una gran potencia mundial, al mismo tiempo que ensayaba la primera experiencia de Estado benefactor. Ambas Monarquías propiciaron políticas cuyo objetivo era lo que el historiador George L. Mosse denominó «nacionalización de las masas»; y fueron mucho menos clericales que la española. Por contra, la unidad nacional española siguió siendo incipiente hasta bien entrado el siglo XIX. La dificultad de construcción de una Monarquía unitaria, primero, y la debilidad que caracterizó al Estado moderno, después, impidieron una unificación real de todo el territorio. De ahí que el nacionalismo español fuese débil y que tuviera que coexistir con identidades de carácter local, propiciadas en ocasiones por la propia debilidad e ineficacia del Estado liberal, caracterizado por Juan Pablo Fusi como de «centralismo legal, pero localismo real». A diferencia de lo sostenido por el autor, España no contró en la Gran Guerra por la perspicacia de sus gobernantes, sino simplemente por su insignificancia a nivel internacional. No obstante, los hombres de la Restauración, y en primer lugar el Monarca, fueron responsables tanto de la impopular guerra de Marruecos como del desastre de Annual. Primo de Rivera fue, al menos, capaz de dar una solución al problema marroquí. La interpretación que dá Burns Marañón de la Dictadura primorriverista como fruto de una conspiración de palaciegos no resiste la crítica histórica. Ningún estudioso serio del primorriverismo –Ben Ami, González Calleja, Gómez Navarro– compartiría esa tesis simplista. De hecho, el único diario que recibió negativamente la noticia del golpe de Estado fue el palatino La Epoca. Primo de Rivera procedía de la nueva aristocracia militar; pero no era gran terrateniente y la inmensa mayoría de los sectores cortesanos y nobiliarios le consideraban un parvenu. Su partido, la Unión Patriótica, no anduvo sobrado de apellidos aristocráticos; los nobles primoriveristas eran de provincias, sin grandes propiedades. Además, la nobleza terrateniente se sintió amenazada en sus intereses por los proyectos y decretos del ministro de Hacienda José Calvo Sotelo, representante entonces de la derecha reformista y de ideales frente a la derecha de intereses; y los duques de Alba, Fernán Núñez, Villahermosa y Medinaceli, así como las asociaciones de propietarios, se movilizaron, con éxito, en su contra. Tampoco fue bien recibida por estos sectores la colaboración de Primo de Rivera y su ministro de Trabajo Eduardo Aunós con la UGT y los socialistas. La oligarquía consideró amenazante el bienintencionado populismo de Primo de Rivera. La caída del Dictador propició el retorno de las viejas elites aristocráticas y, en definitiva, de la derecha de intereses: el conde de Bugallal, el marqués de Alhucemas, el conde de Xauen, el marqués de Hoyos, el duque de Alba, etc, figuraron entre los ministros de los gobiernos postdictatoriales. Con ello, lo que intentamos demostrar es que la Monarquía de Alfonso XIII no sucumbió tan sólo, como suele decirse ahora con un exceso de formalismo jurídico, por su ruptura con el sistema constitucional; algo tuvo que ver igualmente su exclusividad clasista, su inercia, su ineficacia económico-social y su incapacidad para propiciar y asumir el ascenso de los nuevos sectores sociales, como los intelectuales, las clases medias y el proletariado. Como señaló Ramiro de Maeztu, la Monarquía careció de una política social reformista que hubiera podido mostrar a las clases trabajadoras «la inanidad del mito revolucionario».
No me encuentro entre los entusiastas de la II República, todo lo contrario, pero creo que resulta forzoso reconocer que la Monarquía alfonsina dejó una herencia muy negativa al nuevo régimen: una nación desunida y mal articulada, desigualdades sociales explosivas, analfabetismo, etc, etc. Coincido con el autor en su valoración crítica de la derecha monárquica durante la II República; pero creo que es injusto en calificarla de «totalitaria». Los monárquicos alfonsinos y juanistas fueron tradicionalistas y autoritarios, pero no fascistas. Como demostré hace años en mi tesis doctoral sobre Acción Española, su concepción del Estado y de la política tenía muy poco que ver con el totalitarismo. Sus críticas al fascismo y al nacional-socialismo fueron constantes. Acierta igualmente a mi juicio Burns Marañón en sus críticas a la figura de Juan de Borbón, cuya única estrategia política, a lo largo del régimen de Franco, consistió en mojar el dedo índice, levantándolo al viento y, según la dirección de éste, decir: «Por ahí». En ese sentido, las apologías de historiadores tan vulgares como Javier Tusell o José María Toquero carecen de toda relevancia. Lo que resulta, en cambio, un tanto chocante es el autor contemple al conde de Romanones, prototipo del político clientelar durante la Restauración, como guardián de las esencias liberales y aún democráticas de la Monarquía constitucional. Y es que Romanones, pese a sus críticas al tradicionalismo del conde de Barcelona, no dudó en alabar, en sus Notas de una vida, «las admirables páginas de Charles Benoist y de Maurras», criticando acerbamente el desarrollo y la decadencia del parlamentarismo de la Restauración, causante, a su entender, del «proceso que condujo a la Monarquía a su ruina». Además, Romanones se adaptó bastante bien al régimen de Franco: juró como académico del Instituto de España en 1938 y aceptó al año siguiente la presidencia del patronato del Museo del Prado. A su condición de director de la Real Academia de Bellas Artes, unió la de procurador en Cortes. En 1942, ingresó en la Academia de la Historia. Su entierro, en septiembre de 1950, resultó impresionante. No; Romanones no fue un opositor al franquismo; menos aún un demócrata.
Como émulo de Carlyle, Burns Marañón mitifica el papel de Juan Carlos, a lo largo del régimen de Franco y de la transición. En el libro, aparece poco menos que como un ser omnisciente; lo que dista mucho de resultar convincente. No insistiremos mucho en esto, al no disponer todavía de monografías mínimamente solventes sobre este período. Las obras de Powell, Tusell o Preston tan sólo son apologías hagiográficas. Pero podemos, en principio, plantear algún interrogante: Por qué el Monarca propició, contra la opinión de Adolfo Suárez, el nombramiento de Alfonso Armada como segundo Jefe de Estado mayor del Ejército? Y es que hace tiempo que sabemos que el 23 de febrero de 1981 fue consecuencia de dos proyectos de golpe de Estado: uno que propugnaba un gobierno de concentración, y otro que partía de la acción armada protagonizada por Tejero. En otro capítulo del libro, Burns Marañón afirma incidentalmente que Felipe González tuvo siempre informado al Rey de sus decisiones; y entonces nos asalta una duda: También de existencia y actuación de los GAL? Y eso por no hacer referencia al círculo de amistades del Monarca. Con frecuencia se alaba al Rey por no disponer de una Corte; y ello es cierto si por tal se entiende la nobleza tradicional, pero no lo es menos que se ha rodeado de un círculo de amistades bastante poco recomendable, entre las que destacan personalidades tan sospechosas como Mario Conde, Manuel Prado y Colón de Carvajal, Javier de la Rosa, &c., &c.
El capítulo más inquietante es el último. ¿Puede garantizar la Monarquía la unidad nacional? El autor no es capaz de dar una respuesta clara al interrogante. Y, a nuestro modo de ver, elige mal sus fuentes. No es Juan de Mariana el autor más recomendable al respecto; y no sólo por ser un teórico del «regicidio» y del derecho a la rebeldía frente a los poderes tiránicos o presuntamente tiránicos. Es que su concepto de nación no es el de los hombres de los siglos XX y XXI. Pero, en cualquier caso, tomando sus palabras en su sentido más lato, ¿significa que la Monarquía debe, para sobrevivir, aceptar la secesión del País Vasco, de Cataluña o Galicia? No menos significativa es su mención a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, admirador, por cierto, en su juventud de Charles Maurras e hijo de un influyente colaborador de Acción Española. Y es que este político e intelectual es el defensor de una especie de neotradicionalismo monárquico, que recuerda no sólo a Maurras sino a Vázquez de Mella; y para quien España es históricamente lo que resta de la separación del País Vasco, Cataluña y Galicia, auténticas naciones, «fragmentos de Estado», que poseen unos supuestos «derechos históricos». En consecuencia, la unidad nacional depende de la unión con la Monarquía. A ese respecto, Herrero otorga una gran importancia a la figura del Rey como «magistrado para el estado de excepción»; es el único que goza de las características de «independencia, objetividad y permanencia de sus funciones». La Monarquía ha de ser el vínculo político entre las naciones que componen el Estado español. ¿Acepta Burns Marañón este proyecto? Es lástima, pero, al menos en el libro, no nos lo dice. La ambigüedad es lo que prima en su discurso. Más explícito ha sido el autor en una entrevista concedida a El Cultural del diario El Mundo, donde Burns Marañón dice: «Alex Samond, el líder del partido nacionalista escocés y mandamás en Edimburgo quiere que, conseguida la secesión, Isabel II sea Isabel I de una Escocia soberana. Es una idea que brindo a Carod-Rovira y a Ibarretxe, con más voluntarismo que otra cosa». Ahí está la clave del problema. Lo que resulta superlativamente grave, porque el reconocimiento de la Corona como único lazo de unión con el Estado español, facilitaría a los nacionalistas el que sus respectivas regiones funcionasen de facto como naciones independientes. Cortar luego ese lazo –espiritual o como quiera llamársele– es un asunto que, en el fondo, carece de relevancia política. Y es que, además, esa pretendida función integradora de la Monarquía responde, en el fondo, a una concepción patrimonial de la realeza como propietaria de los territorios bajo su jurisdicción; lo que resulta completamente anacrónico en la actualidad. La Monarquía se convertiría así en cómplice de ese proceso disgregador e incluso contribuiría a su desarrollo. De ser así, la Monarquía perdería, a los ojos de no pocos españoles, cualquier adarme de legitimidad. Sería, ahora ya sí, cáscara muerta.
Por otra parte, la conclusión de Burns Marañón no deja de ser desoladora. Después de más de treinta años de incesante propaganda monárquica y de invención de nuevas tradiciones para uso y abuso de la Corona, resulta que el pueblo español sigue siendo, a juicio del autor, «juancarlista», pero no monárquico. ¿Tiene futuro la institución? Nadie lo sabe. Pese a todo lo ocurrido en 2007, el debate sobre la Monarquía y la República todavía no ha llegado, de hecho, al seno de la sociedad española. Que se someta a crítica la figura del Rey o la institución que encarna, no significa todavía que se propugne la República como alternativa. Seguramente, en el momento en que Juan Carlos I tenga que abandonar el trono o muera, se plantee con nitidez. Sin embargo, ante la evidente crisis del sistema político nacido en 1978 han surgido voces discrepantes. La izquierda, sobre todo en sus sectores intelectuales, nunca ha aceptado de buen grado la Monarquía; en el mejor de los casos, lo ha hecho a regañadientes. José Luis Rodríguez Zapatero ha contribuido a mitificar, durante su mandato, la II República e incluso se ha referido a Juan Carlos I como «un Rey bastante republicano». No hace mucho el socialista Luis Solana, hombre próximo al Jefe del Estado, se autodefinía como «monárquico intermitente»; y significativamente señalaba: «Mientras el Rey nos sea útil (y Don Juan Carlos lo es) hay que ser monárquico. Dentro de unos años, vaya usted a saber» (El Plural, 25 diciembre 2007). Para otros, como el jurista Luis Gordillo, la Monarquía es el símbolo de «una democracia schumpeteriana, de la política de consenso por arriba y la desmovilización por abajo, de la alta política decidida en pequeños círculos de «expertos» que, como el Gran Inquisidor de Dostoyevski, piensan que a la población no se le puede explicar la verdad». La República, en cambio, es «un elemento necesario para una democratización enteramente desacralizada».
Pero las críticas a la persona del Monarca e incluso a la institución han venido incluso de la derecha. Federico Jiménez Losantos pidió no la República, sino la abdicación del Jefe del Estado. Enrique de Diego, desde la revista Epoca, ha pedido, en no pocas ocasiones, la República presidencialista. Y no deja de ser significativo que Julio Anguita señalara hace poco que «en la derecha existe gente que apuesta por una República conservadora»; lo que juzgaba muy importante para el advenimiento de la III República. No hay duda de que tal convergencia podría ser peligrosa para el porvenir de la Corona. Pero eso sólo el tiempo lo dirá. La Monarquía cuenta todavía con apoyos muy fuertes en la elites sociales y políticas, al igual que en amplios sectores de la población hegemonizados por la incesante y omnipresente propaganda monárquica. La III República tardará en llegar, si es que llega; y no vendrá de súbito, sino tras una larga lucha intelectual y política. En realidad, en el campo republicano está todo por hacer. Si exceptuamos a los independentistas catalanes y vascos, el republicanismo, a pesar de la alarma de algunos monárquicos, carece de presencia en los medios de comunicación e incluso en las instituciones. La III República carece de posibilidades si su base política se reduce a una izquierda radical cuyos militantes no dudan en disfrazarse de brigadista internacional, recuerdan con nostalgia la triste experiencia del Frente Popular y propugnan la autodeterminación de las llamadas nacionalidades históricas. Esa alternativa, propugnada por Izquierda Unida y revistas como El Viejo Topo, no sólo sería peor que el régimen actual, sino que agravaría los problemas acumulados por la Monarquía de Juan Carlos I.
En el contexto español, la única alternativa realista sería, a mi modo de ver, el modelo presidencialista, en el que la suprema magistratura del Estado procede de la elección popular. Su fuente de legitimidad democrática es relativamente directa. Por esa razón, aunque se trate de un candidato nominado por los partidos, una vez llegado al poder se libera de la disciplina partidista y puede esperarse de él cierta independencia. Además, por tener plena base territorial, podría anular los separatismos locales y mantener la unidad nacional. Este presidencialismo puede asegurar la independencia entre el legislativo y el ejecutivo; y, además, se ha demostrado históricamente capaz de limitar la intromisión de ambos en el poder judicial. También elimina la inestabilidad gubernamental y los débiles gabinetes de coalición, a veces subordinados a una exigua minoría. En una República presidencialista el Jefe del Estado puede desempeñar realmente una función arbitral entre los partidos, y posee la ventaja de que, al término de su mandato, el arbitraje retorna al censo electoral; lo que no puede ocurrir con la Monarquía. La gestión negativa del Jefe del Estado republicano no afecta generalmente a la institución misma, pues al término de su mandato desaparece también la condición misma que le unía a la jefatura del Estado. No ocurre lo mismo bajo el régimen monárquico, donde cualquier actuación discutida, y no sólo pública, del Rey o de su familia afecta negativamente a la institución. Moderar es, en definitiva, una forma de comprometerse, aunque sea levemente, y entraña un desgaste que, por lo general, los monarcas constitucionales suelen rehuir. En ese sentido, el caso español resulta arquetípico. El Rey no gobierna. Sus actuaciones legales no tienen validez si no están refrendadas por uno de sus ministros y ni siquiera está sujeto a responsabilidad. Sólo queda la función moderadora; pero no nos engañemos: el Monarca ni interviene ni modera. ¿Cuando ha mediado en algún conflicto entre los tres poderes? No lo ha hecho nunca; no lo puede hacer; y el propio Monarca sabe que nunca lo hará. Este es el mensaje que, a mi juicio, habría que transmitir a los sectores más críticos, activos y concienciados de las derechas. Una labor sin duda dificil, porque en nuestro país nunca ha existido una tradición bonapartista y plebiscitaria, a diferencia de Francia.
Volviendo al libro de Burns Marañón, diremos que los temas abordados en sus páginas exigían dilatado comentario; pero la obra en sí misma, no. Como análisis político, la exégesis del autor es muy pobre. Como diagnóstico histórico, absolutamente prescindible. Su contenido resulta decepcionante por sus vacíos, sus imprecisiones y sus ambigüedades. Respeto, aunque no comparto, sus convicciones monárquicas. Pero lo que verdaderamente hay que esperar de un intelectual no es que se defina, como todos los días lo hacen millones de españoles en torno a una mesa de café, sino que aporte rigurosa y objetivamente un adarme de luz sobre nuestra situación política.