Iñaki Ezquerra
Su gesto llega cuando uno ha dejado de creer en tantas cosas y, sobre todo, en tantas personas
25 Febrero 2009 La Razón
Tiene ahora diecinueve años y fue con dieciocho el candidato más joven de nuestro país en las últimas elecciones generales. Se llama Pablo Yáñez y es también el secretario de la Federación Norte de España del partido Ciudadanos. El sábado pasado dio un valiente paso adelante que –me imagino– le habrá costado una buena bronca. Ocurrió durante el acto que había convocado en Bilbao la Plataforma por la Libertad de Elección Lingüística. Sin encomendarse a nadie, se dirigió a los medios de comunicación y pidió públicamente el voto para Antonio Basagoiti en los próximos comicios del 1 de marzo. Pablo Yáñez, el ciudadano Yáñez («ciudadano» en el doble sentido de la expresión) no sólo justificó su posicionamiento por que su formación política no se presentase a las autonómicas vascas sino que quiso ir más lejos aún. «Me parece evidente –dijo en sus declaraciones– que el cambio que necesita Euskadi pasa por unos buenos resultados de Basagoiti y yo no me habría perdonado nunca que mi partido le quitara al PP vasco quinientos votos que ahora puedan servirle para tener un parlamentario más en la Cámara de Vitoria».
Con sólo diecinueve años y perteneciendo con una convicción admirable a un partido modesto que no es el de Basagoiti y que no da poder sino trabajo o disgustos, Pablo ha entendido muy claramente lo que no parecen entender algunos personajes que le llevan un montón de años; que militan en el propio PP; que han cobrado siempre y que ahora llaman surrealistamente «principios» a hacer todo lo posible para que su partido se arree una galleta en las próximas citas electorales. Pablo Yáñez ha entendido lo que se juega en esa consulta en la que a Iberretxe le han lobotomizado a la aldeana –esto es, metiéndole la cabeza en el microondas de un batzoki– para que no hable del referéndum y en la que todos los nacionalistas andan conjuradillos, haciendo como que silban y miran hacia otra parte, para así, a lo tonto, a lo tonto, sacarle a Patxi López un Eusko-Estatut con sordina. Cuando se habla del País Vasco no hay otro principio que el de tratar de evitar ese final.
Hablemos de principios, bien. Los principios no son algo que nadie posea como una patente ni un atributo esencial sino algo que se conquista día a día y que podemos perder en cualquier momento como la condición de demócratas o la gracia divina para los cristianos. Ya el mismo hecho de identificarlos con determinada persona y de tratar de sustraer a ésta de toda crítica supone incurrir en una perversión. Y es que hay quien confunde los principios con la chismosa y frívola letra negrita de los nombres y apellidos, que a menudo es lo contrario. Hay que desconfiar de todo aquel que pretende su monopolio y los invoca para darle con ellos en la cabeza al vecino. Los principios no son algo que se exhibe y se usa como arma arrojadiza sino algo que nos hace mejores. Para mí, principios tiene el ciudadano Yáñez –«ciudadano» en todos los sentidos–, pues tener principios es también tener una escala de los mismos y él ha sabido anteponer los generales a los de su grupo. Su gesto llega cuando uno ha dejado de creer en tantas cosas y, sobre todo, en tantas personas. No es habitual un gesto tan generoso como ése en un mundillo tan mezquino como el de la política. Que no olviden sus compañeros de militancia que son este tipo de gestos los que hacen del suyo un partido especial.
Su gesto llega cuando uno ha dejado de creer en tantas cosas y, sobre todo, en tantas personas
25 Febrero 2009 La Razón
Tiene ahora diecinueve años y fue con dieciocho el candidato más joven de nuestro país en las últimas elecciones generales. Se llama Pablo Yáñez y es también el secretario de la Federación Norte de España del partido Ciudadanos. El sábado pasado dio un valiente paso adelante que –me imagino– le habrá costado una buena bronca. Ocurrió durante el acto que había convocado en Bilbao la Plataforma por la Libertad de Elección Lingüística. Sin encomendarse a nadie, se dirigió a los medios de comunicación y pidió públicamente el voto para Antonio Basagoiti en los próximos comicios del 1 de marzo. Pablo Yáñez, el ciudadano Yáñez («ciudadano» en el doble sentido de la expresión) no sólo justificó su posicionamiento por que su formación política no se presentase a las autonómicas vascas sino que quiso ir más lejos aún. «Me parece evidente –dijo en sus declaraciones– que el cambio que necesita Euskadi pasa por unos buenos resultados de Basagoiti y yo no me habría perdonado nunca que mi partido le quitara al PP vasco quinientos votos que ahora puedan servirle para tener un parlamentario más en la Cámara de Vitoria».
Con sólo diecinueve años y perteneciendo con una convicción admirable a un partido modesto que no es el de Basagoiti y que no da poder sino trabajo o disgustos, Pablo ha entendido muy claramente lo que no parecen entender algunos personajes que le llevan un montón de años; que militan en el propio PP; que han cobrado siempre y que ahora llaman surrealistamente «principios» a hacer todo lo posible para que su partido se arree una galleta en las próximas citas electorales. Pablo Yáñez ha entendido lo que se juega en esa consulta en la que a Iberretxe le han lobotomizado a la aldeana –esto es, metiéndole la cabeza en el microondas de un batzoki– para que no hable del referéndum y en la que todos los nacionalistas andan conjuradillos, haciendo como que silban y miran hacia otra parte, para así, a lo tonto, a lo tonto, sacarle a Patxi López un Eusko-Estatut con sordina. Cuando se habla del País Vasco no hay otro principio que el de tratar de evitar ese final.
Hablemos de principios, bien. Los principios no son algo que nadie posea como una patente ni un atributo esencial sino algo que se conquista día a día y que podemos perder en cualquier momento como la condición de demócratas o la gracia divina para los cristianos. Ya el mismo hecho de identificarlos con determinada persona y de tratar de sustraer a ésta de toda crítica supone incurrir en una perversión. Y es que hay quien confunde los principios con la chismosa y frívola letra negrita de los nombres y apellidos, que a menudo es lo contrario. Hay que desconfiar de todo aquel que pretende su monopolio y los invoca para darle con ellos en la cabeza al vecino. Los principios no son algo que se exhibe y se usa como arma arrojadiza sino algo que nos hace mejores. Para mí, principios tiene el ciudadano Yáñez –«ciudadano» en todos los sentidos–, pues tener principios es también tener una escala de los mismos y él ha sabido anteponer los generales a los de su grupo. Su gesto llega cuando uno ha dejado de creer en tantas cosas y, sobre todo, en tantas personas. No es habitual un gesto tan generoso como ése en un mundillo tan mezquino como el de la política. Que no olviden sus compañeros de militancia que son este tipo de gestos los que hacen del suyo un partido especial.
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