En realidad, Alemania nunca debía haberse convertido en república. Nadie la quería y nadie la votó. Ese es el principal problema y es sintomático para lo que ocurre hoy tras la dimisión por sorpresa del presidente de la república.
En Alemania siempre han tenido cierto problema con la democracia directa. Nunca se consulta al pueblo, se le pone ante los hechos consumados, se trate de la primera o de la occidental (no hace falta hablar de la oriental) de las dos segundas repúblicas. Tampoco después de la incorporación por adhesión de lo que era la república comunista de Alemania Central los políticos alemanes tuvieron el valor de refundar el estado sobre nuevas bases, con una constitución y con una participación ciudadana que nunca ha existido más allá de lo testimonial.
La primera república nació ya tocada de ala tras una guerra mundial que comenzó por una nimiedad y acabó en desastre europeo. Nació porque el emperador alemán se ausentó sin asumir su parte de la responsabilidad, no dispuesto a abdicar en el príncipe heredero y dedicado ya sólo al fornicio con su amante en un palacete en los Países Bajos. Aún así, nadie de los políticos del momento pensó en celebrar un referendum, en cambio sí se lanzaron varios a proclamar la república sin contar con la legitimación para ello. Eso explica, quizás, la poca identificación con el estado, con una democracia no desarrollada, apenas 50 años después de abolirse el estado feudal en Prusia.
Tras el siguiente desastre autofabricado, sobre todo debido a la dejadez de la oposición y de los políticos de los partidos constitucionales en general al ganar las elecciones quien ya había anunciado que iba a destruir la democracia, el país -ya dividido y diezmado- intentó otro ensayo republicano en el oeste, en un principio marcado por hombres valientes que habían quedado tras perder mucho capital humano en una guerra sin sentido y sin posibilidad alguna de éxito. En un país derruido bajo las bombas de los aliados, despojado de su patrimonio cultural hoy escasamente recuperado, así como de un 40% de su territorio, se intentó un nuevo ensayo democrático con muchas limitaciones tan impuestas por los aliados occidentales como las fronteras artificiales de sus estados federados y, por esa misma razón, carente de mecanismos que fomentaran una mayor identificación con el estado.
El presidente de la república federal sólo es una institución decorativa, sin poder y sin apenas margen para opinar. No se elige por el pueblo, no vaya a ser que se repita la experiencia inexistente de la primera república (teniendo en cuenta que el enano de los alpes llegó al poder por el parlamento y gracias a los tontos útiles de la derecha conservadora de entonces, mientras hoy se falsifica la historia adjudicando el desastre al senil presidente Hindenburg), sino por una Asamblea Federal compuesta por la Cámara Baja y la Cámara Alta, más unos cuantos diputados de los parlamentos regionales designados por éstos para participar en la votación. Por eso, Alemania no ha tenido ni un presidente de la república que tuviera una amplia aceptación y fuese conocido ampliamente. Siempre han sido candidatos de consenso entre los grupos parlamentarios que controlan la mayoría en la asamblea que sólo se constituye para elegir al jefe del estado.
Quitando a Theodor Heuss, el primero y mejor presidente que tuvo la república federal, Horst Köhler quizás haya sido el menos anodino. Significativo es también que haya sido miembro de una parte del pueblo en vías de extinción, porque es hijo de una familia alemana del Norte de Bessarabia (antes Rumanía, luego Moldavia) de donde fue expulsada a consecuencia del pacto entre Hitler y Stalin y en 1942 trasladada forzosamente a la Polonia ocupada por los nazis para fines de repoblación germánica, donde nació Köhler cerca de Lublin un año antes de tener que huir de los rusos hacia Alemania Central, luego convertida en RDA, de donde su familia volvió a huir en 1953 para asentarse en Suebia (Alemania Occidental). Se puede decir que con él ha presidido el país un hombre que sabe mucho del pueblo alemán y que puede entender a todos.
Con su marcha, queda a la vista que Alemania es un país decadente cuya población ha perdido tanto la identidad como la homogeneidad. La falta de respeto a las instituciones y la propia cultura llevan Alemania a una deriva peligrosa. Los menos respetuosos en este momento son los Verdes con sus vociferantes representantes Trittin (antiguo maoista de la generación de 1968) y el turco Özdemir, que hace unos años tuvo que retirarse de la política por corrupción, pero a la que ha vuelto con nuevos bríos de impetuosidad y ego crecido. No se parecen dar cuenta, pero Alemania ya no es de los alemanes.
La cara de Köhler al comunicar su dimisión ha dicho más que mil palabras. No se trata sólo de un comentario malinterpretado sobre misiones militares en el exterior. Los problemas son más profundos. Gran parte de culpa tendra, sin duda, la canciller Merkel, pues no paran de dimitir pesos pesados de su partido, y los liberales coaligados con ella no están a la altura de las circunstancias, carentes de convicciones firmes y sometidos a la batuta de de la "codorniz de la zona" (Zonenwachtel; Zone es el nombre despectivo que los occidentales usamos para la antigua zona de ocupación soviética convertida luego en RDA), como la llama un conocido humorista alemán.
La república lleva estancada mucho tiempo. La incursión masiva de alemanes del este no ha sido sino un factor más para el desmembramiento del país. La participación de los comunistas del este en todas las instituciones ha deteriorado la calidad de la democracia, con ellos se han infiltrado miles de "stasis" (espías e informadores de los servicios secretos del este) en las instituciones, especialmente allá donde están en coalición con los socialmemócratos como en Berlín. La Stasi sigue trabajando, en ayuntamientos, en empresas de seguridad (¡vaya cinismo!), en todas partes. También aquí, en España, y quien no lo cree, que mire lo que pasa con Cuba, Venezuela y los tontos útiles que tenemos en España.
Un suceso como la dimisión de Köhler es impensable en una Monarquía. Es precisamente este uno de los grandes valores de la institución monárquica, pues su estabilidad fortalece al país y no lo deja caer en una situación de precariedad institucional aún cuando otras instituciones dejan bastante que desear.
A Alemania le queda poco tiempo si quiere sobrevivir. Quizás lo que hace falta es un cambio radical. Disolver Alemania y dividirla en nueve estados independientes para volver a la situación anterior a 1871 no sería mala idea. Ayudaría al pueblo alemán a reencontrarse con su origen y su identidad, la de cada una de sus regiones históricas. Pero claro, eso implicaría volver a la Monarquía, y no veo el pueblo alemán capaz de ser tan imaginativo y creativo. Es un pueblo acabado. Qué pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario